Dark Souls II: el engaño y el querer [Almas Examinadas #3]

La oveja hueca de la familia

Mateo Trapiello
23 min readDec 21, 2021

Lo perderás todo. En cuanto recibas la marca.

El símbolo de la maldición. Un augurio de oscuridad.

Tu pasado. Tu futuro. Tu propia luz. Nada tendrá sentido y ni siquiera te importará.

Para entonces, ya no serás un ser humano.

Considerar los videojuegos desarrollados por un grupo de personas como obras de autor es más que simplemente problemático: es una falsedad. Por muy carismática, genial y creativa que sea la persona que firma la obra, es la agencia de muchas mentes y manos en colaboración la que ejecuta las directrices y transforma todas esas pequeñas acciones parciales en una obra terminada, lo que no en todo momento ocurre bajo la intervención activa y específica del director. Figuras como la de Hideo Kojima, con el respeto y aprecio que nos merece, nos han malacostumbrado a esa cuestionable herencia simbólica del cine, por la cual el director (creo que la carga de género en este sustantivo es relevante) se lleva consigo la autoría allá donde vaya y el estudio no es más que la extensión currante de su mente privilegiada; sin embargo, directores con personalidades creativas igualmente fuertes como Yoko Taro o, en el caso que nos ocupa, Hidetaka Miyazaki han alabado en reiteradas ocasiones las aportaciones decisivas del equipo en áreas clave del desarrollo, a menudo interpretando o excediendo libremente las guías originales sugeridas por ellos.

Considero que el eje de buena parte de las críticas que durante años se han vertido sobre Dark Souls II radica, precisamente, en esa idea errónea: que la ausencia de Miyazaki privó a la obra no solo de una dirección clara, sino de autoría. Con esto no quiero decir que todas las opiniones negativas o análisis críticos sobre esta obra sean infundados, porque lo cierto es que Dark Souls II estuvo y sigue estando en una complicadísima tesitura que hace difícil mirarlo de forma favorable en un primer vistazo. Como secuela directa (esta vez el nombre y el siempre sospechoso número no dejaban lugar a dudas) de un juego universalmente aclamado como Dark Souls, este nuevo proyecto tenía sobre sí una pesada carga, que se volvería aún más onerosa sin Hidetaka Miyazaki en la dirección. Volcado de lleno en un nuevo desarrollo (que, unos años después, terminaría de coronarlo como una de las figuras clave del videojuego moderno), Miyazaki limitó su papel al de supervisor creativo del equipo, ahora dirigido por el veterano Tomohiro Shibuya; sobre estas personas recaía ahora la difícil tarea de reimaginar y actualizar la fórmula triunfal de Dark Souls para crear un título con su propio sabor, pero sin alterarla tanto como para convertir a esta secuela en un seguidor infiel.

Development is convoluted

Su primer paso terminaría por traer de cabeza al estudio, pero no era solo lógico, sino inevitable. Dark Souls cautivó entonces y ahora a crítica y público por rasgos como el diseño de su mundo físicamente interconectado en una refrescante interpretación del metroidvania, pero no era un juego precisamente sobrado en términos de iluminación, animaciones, tasa de fotogramas, detalle de modelados o inteligencia artificial, por lo que enseguida se hizo necesario modernizar todo el apartado técnico y gráfico para hacer realidad las ambiciosas ideas del equipo. Para ello, Shibuya se volcó en la elaboración de un nuevo motor gráfico para el estudio; diversos objetivos técnicos como un sistema de físicas más moderno, atmósferas más trabajadas y únicas para cada área, salas y escenarios más detallados que favorecieran la exploración y la atención al detalle, mejores scripts o servidores multijugador dedicados se vieron cumplidos en el lanzamiento, pero ciertos elementos vertebradores de la que habría sido la historia original de Dark Souls II y su peculiar estructura se quedaron por el camino.

Al indagar acerca de qué ocurrió durante ese development hell por el cual se suele decir que pasó Dark Souls II, lo más frecuente es acabar en foros donde, de forma muy simplista, se achacan en exclusiva los problemas del desarrollo a la ausencia de Miyazaki y los “constantes” cambios de dirección, pero ese argumento de la excepcionalidad de la autoría, de nuevo, no tarda en demostrarse falso. Miyazaki participó activamente del desarrollo (solo que con otro rol menos intrusivo) y dio su visto bueno a las decisiones del equipo de Shibuya, pero las dificultades a las que se enfrentó el equipo no estaban ligadas tanto a lo creativo como a lo técnico: el proyecto, se llegó a decir en los estadios preliminares, era injugable, pero la gran inversión de tiempo y recursos hacía imposible volver a empezar desde cero. Ante esta encrucijada, se designó como director a Yui Tanimura, otro veterano del estudio, para dar un nuevo propósito a todo el material existente y terminar el juego a tiempo para la fecha de entrega. Y, aun con grandes dificultades, no cabe duda de que lo consiguió.

Sin entretenernos demasiado estudiando el contenido eliminado de este juego, basta recordar que en todos los juegos de la saga Souls existen personajes, escenarios o incluso mecánicas con funciones distintas a las que se pensaron originalmente (el cambio de rol de Priscilla y la inclusión del Mundo Pintado de Ariamis en Dark Souls son claros ejemplos). Aun así, Dark Souls II es sin duda el caso más sangrante de toda la saga por el gran volumen de ideas clave que tuvieron que ser reconfiguradas o directamente desechadas: se reubicaron enemigos y jefes, se alteraron líneas argumentales y el propósito de determinados niveles tuvo que adecuarse a la nueva narrativa; el arco de personajes centrales (incluyendo nuestro propio avatar), el diseño visual y jugable de áreas como la Alcantarilla o sistemas que en principio iban a formar parte del núcleo duro de la obra (en origen, DS2 orbitaba en torno al viaje en el tiempo) tuvieron que ser completamente eliminados por limitaciones técnicas o temporales, y quizá ni siquiera sabríamos de su existencia de no ser por la labor de recuperación llevada a cabo por la comunidad. Dark Souls II, más que en ningún otro título de la saga, iba a ser otro juego muy diferente al que salió al mercado; sin embargo, ¿cómo de importante es ese alter ego que nunca vio la luz del día para el juego que realmente existe? ¿Qué historia es la que Dark Souls II pudo contar?

Maldición y destino

Si el tema en torno al cual orbitaba la práctica totalidad del diseño narrativo de Dark Souls era “humanidad”, en Dark Souls II ese eje es “maldición”. Ni los nombres de los dioses, ni los imperios triunfales ni las más importantes leyendas han sobrevivido al paso de los siglos; solo queda la aflicción de la Señal Oscura, que arrebata a los seres humanos la posibilidad de morir definitivamente y condena a las criaturas no-muertas a repetir sus fracasos una y otra vez, deteriorando su cuerpo y su mente hasta que se convierten en Huecos. Todas las criaturas con pensamientos y anhelos (es decir, todo lo que tiene alma) pueden caer presa de la maldición y ver descomponerse su esencia y su propia memoria ante sus ojos sin posibilidad de remediarlo; lo único que reluce en medio de ese angustioso deterioro es una atracción ineludible hacia un destino incierto, un augurio inscrito en la misma naturaleza humana que guía a los no-muertos hacia el fuego sin siquiera saber por qué. La maldición en Dark Souls II sigue siendo (quizá con más fuerza que en la entrega anterior) la triste consecuencia de la soberbia de un dios temeroso de la oscuridad, pero ante todo es la pérdida de la identidad, una amnesia que atraviesa y entrelaza a quienes portan la Señal Oscura, extendiéndose al tejido de una realidad que parece incapaz de recordarse fielmente a sí misma.

Este último detalle es crucial para entender la posición de Dark Souls II no simplemente como secuela de Dark Souls, sino como su antítesis. Si el espíritu del anterior era claramente materialista, el enfoque de su sucesor es ante todo alegórico; el énfasis en las reglas naturales desaparece en favor de una fantasía desbocada, las proezas de héroes legendarios significan poco o nada para las pugnas entre reinos humanos, y hasta la confiable coherencia física del mundo de Lordran palidece frente a la precaria urdimbre de espacios y tiempos inconexos que compone la Drangleic que exploramos ahora. Los temas que apuntalan el enfoque del equipo de Tanimura son la razón del cambio radical que el diseño del mundo de Dark Souls II experimenta respecto a su predecesor, pues ya desde el inicio de nuestra andadura encontramos motivos para sospechar que lo que estamos jugando podría no ser enteramente real.

Las Cosas Intermedias

Al contrario que la introducción de Dark Souls, que narraba en tono épico la historia de este universo, las figuras legendarias que le dieron forma y las reglas que en él imperan, la de Dark Souls II se sirve de un estilo más críptico para cerrar la lente en torno a nuestro personaje protagonista (una figura deliberadamente vaga y despersonalizada), su conversión en Hueco y la gravedad irresistible que une a aquellos marcados por la Señal Oscura con su sino; desde ese momento hasta el final del juego, la escala humana, con toda su fortaleza y su fragilidad, será la medida de todas las cosas. Cuando la cordura se escape entre nuestros dedos, cuando nuestra memoria se vuelva nebulosa y no alberguemos esperanza, nuestros pasos nos llevarán sin siquiera pretenderlo hasta las ruinas del reino caído de Drangleic y el destino saldrá a nuestro encuentro. Tras arrojarnos a un remolino de oscuridad, tomamos por primera vez el control de nuestro avatar en uno de los tutoriales más peculiares y significativos de toda la saga Souls.

Por primera y (hasta la fecha) única vez en la saga, nuestro avatar comienza su andadura como un folio en blanco, sin ningún atributo propio bajo los harapos que lo cubren de cabeza a pies. El horizonte sombrío está marcado por una grieta fulgurante que ilumina nuestros pasos hasta el cálido interior de una cabaña, donde unas ancianas se compadecen con sorna de nuestro lamentable estado y nos ayudan a recordar quiénes somos. Si se nos permite designar nuestro nuestro nombre, nuestro aspecto físico y nuestra clase (es decir, nuestro pasado), rasgos que ligan nuestra identidad jugable y narrativa, es gracias a una ayuda externa para recobrar nuestra memoria; solo entonces nos vemos en nuestro verdadero ser y se revela el precario equipamiento (los pertrechos de casi todas las clases parecen incompletos, dispares y deteriorados) con el que nuestra vida anterior nos abandonó para arrojarnos al vacío. Ya somos algo más que una carcasa vacía, pero bien sabemos desde Dark Souls que, sin un propósito que nos guíe, solo estamos posponiendo lo inevitable.

Tal propósito nos lo otorga pronto la Heraldo Esmeralda nada más poner los pies en la aldea de Majula, encrucijada de todos los caminos. “¿Eres… quien se convertirá en monarca?”, nos inquiere, como una sentencia más que como una auténtica pregunta; al fin y al cabo, hemos terminado aquí en busca de una cura para nuestra maldición, y ¿qué mejor forma de buscarla que seguir los pasos de Vendrick, el viejo rey que contempló la esencia del alma y con su poder levantó el reino de Drangleic? Si queremos llegar hasta él, necesitaremos una fuerza de almas antiguas y poderosas, aquellas que solo poseen criaturas antaño gloriosas, sepultadas ahora bajo el peso de los siglos. Nuestra brújula ya tiene un norte y, aunque no sepamos qué encontraremos en el camino, es nuestra única guía. Pasan las horas, derrotamos enemigos y descubrimos nuevas áreas; conocemos personajes volcados en sus propias empresas, todos ellos extranjeros en Drangleic y ninguno capaz de recordar qué le trajo aquí; y tras horas matando Huecos, explorando ruinas y desempolvando secretos que no significan demasiado, empieza a agitarse en nuestra cabeza la misma insidiosa pregunta pregunta: ¿por qué estábamos haciendo todo esto?

La desmemoria, la pérdida de identidad y la incoherencia se manifiestan desde el principio como temas centrales del diseño narrativo y jugable de Dark Souls II, atravesando no solo las side-quests de casi todos los NPCs sino nuestro propio recorrido. Se nos adjudica un propósito tan distante de un modo tan breve y superficial (de un modo muy similar a nuestro encuentro con Oscar de Astora al inicio de Dark Souls) que pronto se desvanece de nuestra mente, mucho más centrada en sobrevivir a los peligros inmediatos que en entender una imagen global para la que, antes siquiera de tener respuestas, no tenemos ni siquiera preguntas. Para empezar a plantear los interrogantes adecuados, conviene hablar primero de la clase de mundo que exploramos aquí.

Incoherencia como mantra

Dark Souls II sirve como antítesis de su predecesor y creo que su mundo es el primer afectado por esta oposición, comenzando por lo artístico. La innegable continuidad estilística de Dark Souls homogeneizaba en exceso la paleta de colores y texturas, otorgando a buena parte del juego un aspecto parduzco y apagado; por el contrario, la dirección creativa de Daisuke Satake para la secuela aboga por una fantasía, valga la redundancia, más fantasiosa y diseña atmósferas (en términos de iluminación, diseño visual e incluso sonido) muy diferenciadas para cada área, sin miedo a provocar transiciones drásticas entre unas y otras. Este último y discutido punto, del que también se ha llegado a culpar a una presunta “falta de dirección” a pesar de las palabras del equipo, entronca con el hecho de que el mundo de Dark Souls II, al contrario que su predecesor, opta por un diseño extensivo antes que intensivo.

Mientras que Lordran era un denso y a veces claustrofóbico laberinto vertical de estratos interconectados, Drangleic plantea Majula (nuestro hub) como centro desde el cual se extiende y ramifica horizontalmente, sin miedo a las distancias gracias a que el viaje rápido entre hogueras existe desde el principio. En Dark Souls, el teletransporte no se desbloqueaba hasta la mitad del juego, por lo que lidiar con el backtracking exigía elementos arquitectónicos (como las escaleras de la torre de vigilancia o el interminable corredor que une el ascensor de Queelag con Izalith Perdida) y áreas enteras (como el Valle de Dragones) sin más entidad que servir como conectores o atajos físicamente justificables entre niveles; Dark Souls II ramifica sus niveles en sucesión lineal, pero los dota de mayor complejidad interna (niveles como el Bosque de los Gigantes Caídos o la Fortaleza Perdida no tienen mucho que envidiar del Burgo de No Muertos en cuanto a diseño, sistemas y secretos), enalteciendo los espacios abiertos y mostrándose más generoso con los checkpoints.

Este diseño supone un evidente beneficio de cara al componente metroidvania, pues facilita regresar a áreas están bloqueadas por obstáculos memorables cuando por fin descubrimos cómo traspasarlos, e invita a probar suerte en otra parte si nos topamos con un desafío demasiado exigente o simplemente queremos cambiar de aires, pero esta progresión extensiva y asimétrica (que no deja de ser una evolución de la que planteaba Demon’s Souls) se ha visto muy criticada por ser, con frecuencia, físicamente incoherente. Un breve paso subterráneo parece una travesía kilométrica cuando salimos a la superficie y miramos atrás, tratando en vano de ver de dónde venimos; el nivel del mar parece escalonarse a conveniencia entre niveles que deberían estar conectados; y un ascensor en la cima de una torre puede elevarse hacia la nada y llevarnos, para nuestro asombro, hasta una fortaleza hundida en el magma o un santuario oculto entre las nubes y custodiado por dragones. No es difícil entender que, después de explorar una Lordran sólida y perfectamente delimitada, el sinsentido de Drangleic despertase el recelo de cierto público, pero creo que hay muchas pruebas de que este encaje imperfecto entre el diseño artístico y el espacial está aplicando los temas centrales de Dark Souls II de forma muy eficaz.

Juegos de engaño

Si Dark Souls se sentía como una suerte de versión definitiva de Demon’s Souls, como aplicación más sólida y reflexiva de sus planteamientos mecánicos y narrativos, Dark Souls II parte de esas mismas premisas para subvertirlas en cuanto bajamos la guardia, reiterando sus tropos más reconocibles con tal fidelidad que debería resultarnos sospechoso: el reino glorioso caído en desgracia, los poseedores de almas poderosas ocultos en los confines del mundo, el viejo y corrupto rey en el centro del conflicto… La historia parece repetirse punto por punto, así que nos dejamos llevar por esa familiaridad, apoyándonos en todo aquello que creíamos conocer, sin reparar en que, por fijar los ojos en el horizonte, el sendero bajo nuestros pies se embarra. Los pocos vestigios del pasado que se nos muestran parecen fuera de su contexto, alterados como si la historia se hubiese tomado demasiadas libertades al repasar su propio relato; el tiempo no tiene cimientos, flota hecho pedazos a la deriva, desordenado porque no queda nadie sobre la tierra que recuerde si las cosas ocurrieron o no del modo en que se nos cuentan, porque la ceniza no cuenta historias. “Todo se derrumbará y consumirá para que algo nuevo vuelva a nacer”, resume sin demasiada sorpresa un poderoso mago que, tras siglos petrificado, descubre que el imperio triunfal de donde provenía ha sido sustituido por otro mayor y también este ha caído.

Dark Souls II es un juego engañoso y el propio mundo lo demuestra con frecuencia, también en la pequeña escala. No son pocas las veces en las que una escalerilla rota o un terraplén (por ridícula que sea su altura) nos impiden volver por donde hemos venido, solo para plantar una hoguera más adelante; una puerta cerrada para la que no hay llave es un obstáculo insalvable a menos que decidamos echarla abajo o llamar por si alguien al otro lado decide abrir; y podríamos habernos ahorrado todas las almas que necesitamos para abrir la puerta del desvío que lleva al Castillo de Drangleic si el verdadero camino no estuviera obstruido por un puñado de escombros. No hay esfuerzo en ocultar que las reglas que se nos imponen y las barreras que nos frenan no son reales, como si no tuviésemos otra opción que horadar el mismo surco que tantas otras personas en el pasado, perpetuando el ritmo cíclico del mundo aunque todo alrededor intente cambiar. Hay tantos otros detalles que hacen sospechar de la repetición artificial de la historia que llevaría un tiempo ingente repasarlos todos; igual que en Metal Gear Solid 2, poco a poco cobra fuerza el pensamiento de que ya hemos visto todo esto antes y resulta absurdo, que rebotamos de un lado al otro y cuesta recordar por qué estábamos haciendo todo esto.

Al llegar al final de Dark Souls, se nos ofrecían dos opciones: sacrificarnos para reavivar la Llama Original y darle una nueva vida al mundo o dejar que se sumiera en las tinieblas y gobernar una nueva Edad Oscura en nombre de la humanidad; Dark Souls II, sin embargo, solo tenía un final. Después de atravesar las Puertas del Rey y visitar esos lugares que habían permanecido inaccesibles hasta ahora para desvelar sus misterios; después de que el Dragón Antiguo, heredero artificial de sus congéneres inmortales que reinaron en el pasado, nos conceda el don de viajar al pasado y vivir la guerra que los gigantes trajeron a Drangleic desde allende los mares, en represalia por el robo de sus almas por parte de Vendrick y su reina Nashandra; después de derrotar a los guardianes del Trono del Querer, aquel que Vendrick nunca pudo ocupar para decidir sobre una Primera Llama que sabemos que está ahí, pero que nunca vemos; después de detener a una oscura Nashandra que anhela la Llama para sí misma pero que nunca revela su propósito, nos convertimos en monarcas de Drangleic. La decisión de enlazar de nuevo la llama o dejar que se consuma es tan irrelevante que ni siquiera se muestra, porque forma parte del mismo ciclo cínico y tramposo pero igualmente irreversible, de la maldición que hemos heredado como tantas otras almas en pena han hecho antes y harán después.

Dark Souls II, en origen, solo tenía un final. Entonces llegó Aldia y puso patas arriba todo lo que creíamos saber sobre el destino de las criaturas no-muertas.

Scholar of the First Sin: desbaratar esta maravillosa falsedad

Dark Souls II: Scholar of the First Sin podría haber sido una simple reedición. Pudo conformarse con actualizar el apartado gráfico, recopilar sus tres expansiones y hacer otros pequeños y necesarios ajustes, pero supuso una revisión del juego base tan profunda que por momentos haría plantearse a quienes ya conocían la versión original si estaban jugando a la misma obra. Los cambios de esta “versión definitiva” son muchos y notables, pero ninguno tanto como la adición de Aldia: el hermano del rey Vendrick, aun cuando fuera solo en nombre, ya estaba muy presente en la Drangleic de DS2, pero su aparición como el Erudito del Primer Pecado supondría tal desafío a las preconcepciones de la comunidad acerca de las reglas del mundo Souls que aportó una capa de sentido totalmente nueva a la obra que ya existía. Estudioso de la maldición, adorador de los no-muertos y habitante de los márgenes de la realidad, Aldia aparece en ciertos lugares clave de nuestra aventura para guiarnos hasta nuestra conversión en monarcas, no del trono de Drangleic, sino de aquel que reposa sobre la Llama y rige el destino de la humanidad, pues solo un monarca puede elegir entre “heredar el orden del mundo o destruirlo”.

Podríamos cometer el error de pensar que estas dos vías son las que nos ofrecía aquel final de Dark Souls, pero la revelación más inconcebible de Aldia es, precisamente, que esa presunta oposición binaria es una mentira: enlazar la llama o abandonarla a su suerte son dos caras de un mismo orden natural, que ya se ha repetido una y otra vez. El Primer Pecado, la gran transgresión cometida por el Señor de la Luz cuando temía por el final de su edad dorada, fue negar la oscuridad y, con ella, la propia naturaleza humana; la maldición de la Señal Oscura no es solo la no-muerte y la amenaza de convertirse en Hueco, sino ese enlace de la vida humana con las llamas que fuerza a los no-muertos a peregrinar una y otra vez hasta llegar a la misma decisión. Todas las llamas se apagarán alguna vez, pero todas las tinieblas se dispersarán cuando brote la chispa más pequeña y dé comienzo al nuevo incendio; en este sinsentido, en esta gravedad irresistible hacia un destino falso en un bucle interminable, la humanidad solo busca un propósito para su efímero y hueco paso por el mundo. Como advertía el Dragón Antiguo, la maldición de vivir es la maldición de querer.

Pero ¿y si hubiera alternativa?

Hemos alcanzado el trono donde nadie jamás se había sentado. Ni Vendrick ni los tres viejos reyes perdidos llegaron donde el Ser que Porta la Maldición ha puesto los pies, desenvainado la espada y conseguido la victoria. Aldia se nos aparece por última vez, plantando batalla y esperando una respuesta; al derrotarlo, se abre el sendero al trono, pero también el camino opuesto, de vuelta a ese mundo contradictorio e incomprensible. Sabemos acerca de la gran mentira, de la vacuidad volátil de nuestra propia naturaleza, de la maldición que ha pasado de negar nuestra identidad a ser el núcleo de todas nuestras acciones; ahora que sabemos todo esto, podemos abandonar el ciclo de una vez por todas y adentrarnos, como dice Aldia, en lo que yace más allá de la luz y las tinieblas, porque ese es nuestro destino. Por eso persistimos combate tras combate, jefe tras jefe, juego tras juego. Quizá Dark Souls II sea, por cosas como esta, el juego más humano de toda la saga.

Incomprensión, desprecio y reconciliación: Dark Souls II a lo largo de los años

Demon’s Souls y Dark Souls son juegos a todas luces imperfectos, cuyos desarrollos estuvieron marcados por evidentes limitaciones que dejaron lagunas, más o menos grandes, en unos juegos finales que deslustraban muchas ideas brillantes cuando las llevaban a la práctica. Dark Souls II también tuvo su buena dosis de inconvenientes durante el desarrollo y, en cuanto a buenas ideas mal ejecutadas, no es distinto de sus predecesores, pero la opinión general sobre él es infinitamente más negativa y me gustaría detenerme a hablar sobre el porqué. Mi buen amigo Daniel Fernández suele señalar que, durante muchos años, solo hubo dos tipos de análisis acerca de Dark Souls II: aquellos que surfeaban la misma ola que Matthewmatosis y los que se acogieron a las ideas de Hbomberguy. Dado que el influyente videoensayo de Matthewmatosis es la razón por la que existe el de Hbomberguy (igualmente influyente, como digo), y viendo cómo casi todas las opiniones negativas sobre Dark Souls II parecen apoyarse en las de este autor, conviene empezar por él.

Durante 50 minutos, Matthewmatosis desglosaba los aspectos que hacían de Dark Souls II, en sus palabras, un juego decepcionante y olvidable: su filosofía de diseño, su linealidad en la progresión jugable, su falta de originalidad en escenarios y adversarios, su alteración del combate y el sistema de curación… Un número no pequeño de sus apuntes están más que justificados, sobre todo en lo relativo a problemas técnicos, pero el grueso de sus críticas parten de una premisa que desde el inicio de este artículo creo haber demostrado falsa: que Dark Souls II es un juego “sin autoría”, elaborado y dirigido por personas que no conocían la saga, sus temas, sus valores o y sus enfoques. Más allá de la subjetiva valoración de su enfoque narrativo y jugable, el núcleo del análisis de Matthewmatosis es que la ausencia de Miyazaki impide a Dark Souls II ser un auténtico Souls y, por lo tanto, cualquier crítica (en este caso, la suya) que se apoye en este parámetro es objetiva; si sumamos a la mezcla el tono elitista de la crítica cultural youtuber de 2014 y el énfasis reiterado de Matthewmatosis en su papel de cínico (sic), el resultado es un discurso ideal para ser repetido superficialmente en ciertos círculos hasta la saciedad.

Unos pocos años más tarde, Hbomberguy dedicaría buena parte de sus 80 minutos a desmontar muchos de los argumentos de Matthewmatosis por parciales, contradictorios o sencillamente equívocos, mientras ponía en valor otros muchos elementos positivos de Dark Souls II que se habían pasado por alto, tales como las opciones estratégicas de los nuevos sistemas de curación, la importancia de que muchos de los enemigos fuesen “tíos con armadura”, el modo en que su diseño condicionaba el combate de un modo menos defensivo y más interesante que en Dark Souls o el abundante simbolismo y sutileza de un apartado narrativo que eludía las explicaciones monolíticas y cerradas, pero la diferencia más sustancial respecto al ensayo de Matthewmatosis recae, de nuevo, en el tono. Hbomberguy trata de demostrar y justificar sus argumentos antes que plantarlos con una frase lapidaria, sin enmascarar el carácter subjetivo de sus apreciaciones personales y, en general, señalando el agravio comparativo en el que caían todas esas críticas surgidas al calor de la de Matthewmatosis, que promulgaron con mucho éxito una narrativa de rechazo universal que no podría estar más alejada de la realidad. Dark Souls II fue muy bien acogido por crítica y público hasta que llegó este discurso tan negativo, pero también esa llama se ha ido consumiendo con los años.

De un tiempo a esta parte, muchas personas han tratado de volver a DS2 con la mirada limpia, tratando de comprobar si su rechazo al juego era tan sólido como recordaban o si se debía más a una cuestión de gusto que a una visión objetiva. No todas estas revisiones expresan ahora un amor inquebrantable por la obra, pero sí le demuestran un mayor respeto y, ante todo, tratan de fundamentar sus críticas o de apreciar factores que, en su día, pasaron por alto sin apenas saber por qué. Quizá uno de los casos más sorprendentes es el de ZeroLenny, un youtuber famoso por hacer comedia mecánica con los Souls y que había basado buena parte de su trayectoria en burlarse de DS2, quien dedicó un inesperado ensayo a desglosar todos aquellos aspectos que consideraba problemáticos en el diseño del juego respecto a sus antecesores; no solo se mostró muy directo y acertado en sus críticas, sino que, por el camino, señalaba sus buenas ideas y virtudes sólidas sin miedo a que eso hiciera mella en su visión, algo que Matthewmatosis, en el doble de tiempo y con una argumentación mucho más farragosa, no consiguió.

Quizás, y aquí debo hablar a título personal abiertamente, me haya desviado mucho en este último apartado, pero considero que es importante que hable de que todo lo que he escrito hasta ahora también es parcial y posicionado. Si he dedicado tanto tiempo a documentarme y a poner por escrito mis pensamientos sobre este juego es porque creo que Dark Souls II no ha sido tratado con justicia en estos años, pero eso no supone tanto un perjuicio para la obra como para las personas que no han tenido la oportunidad de disfrutarla debido a recomendaciones prejuiciosas. Puede que aproximarse a él desde una perspectiva no indulgente, pero sí menos cínica y más predispuesta a la sorpresa, ayude a apreciar aquellos aspectos que lo hacen especial: la extraña magia de sus cielos y sus luces, que encapsulan cada área en su propio tiempo y espacio; el calor hogareño y reconfortante de una Majula de la que siempre cuesta un poco despedirse; la dolorosa humanidad de encontrarse a un enemigo dormido sobre una mesa o sentado a la sombra de un árbol, reticente o ajeno a la violencia hasta que esta vuelve a llamar a su puerta; la inefable complicidad con un universo demasiado gastado como para seguir funcionando por reglas.

Dark Souls II es un juego contradictorio, igual que lo son muchas de sus críticas: se dice de él, al mismo tiempo, que es un pálido imitador y un apóstata demasiado atrevido, demasiado fácil e injustamente difícil, vago hasta el sinsentido y excesivamente directo. No me preocupan esos debates: personalmente, he aprendido a apreciar esa disonancia, a entenderla como parte inseparable de un juego por el que siento un amor y una fascinación para los que ni tengo palabras exactas ni lo pretendo. Quizá por eso sea más fácil dejar que otras palabras hablen por las mías, no porque vayan a clarificarlas, sino porque quizá sirvan para entender por qué son tan vagas y se cortan aquí, abruptamente, sin pedir perdón ni permiso.

Naturalmente, tanto en el espacio estriado como en el espacio liso existen puntos, líneas y superficies […]. Pues bien, en el espacio estriado, las líneas, los trayectos tienen tendencia a estar subordinados a los puntos: se va de un punto a otro. En el liso, ocurre justo lo contrario: los puntos están subordinados al trayecto. […]

En el espacio liso, la línea es, pues, un vector, una dirección y no una dimensión o una determinación métrica. […] el espacio liso es direccional, no dimensional o métrico. El espacio liso está ocupado por acontecimientos o haeccidades, más que por cosas formadas o percibidas. Es un espacio de afectos más que de propiedades. Es una percepción háptica más bien que óptica. […] En él, la percepción está hecha de síntomas y evaluaciones más bien que de medidas y propiedades. Por eso el espacio liso está ocupado por las intensidades, los vientos y los ruidos, las fuerzas y las cualidades táctiles y sonoras, como en el desierto, la estepa o los hielos.

(Gilles Deleuze y Félix Guattari, “Lo liso y lo estriado”. Mil mesetas)

Bibliografía y referencias

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Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Vengo a hablar de cultura y a ponerme político. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”