Demon’s Souls: triunfos y derrotas de un pionero [Almas Examinadas #1]

De buenas intenciones está el Nexo lleno

Mateo Trapiello
22 min readAug 28, 2021

El primer día, a la humanidad se le concedió un alma y, con ella, lucidez.

El segundo día, en la Tierra se plantó un veneno irrevocable: un demonio devorador de almas.

Pienso en este juego como un espectro difuso, difícil de vislumbrar con nitidez. Lo envuelve una neblina que desdibuja sus contornos y por eso nuestra mente, ante esa carencia, rellena los vacíos con lo que creemos (o queremos) ver detrás. Llamémoslo imaginación, llamémoslo mentira.

Creo que Demon’s Souls es un juego del que casi siempre se ha hablado en retrospectiva, en el marco de la gran saga que es deudora de este título por la sencilla razón de que fue el primero. Ninguna creación existe en el vacío, pero tengo la impresión de que su estatus de culto y los análisis que durante estos doce años lo han reivindicado como la obra maestra oculta del estudio From Software tienden a considerarlo como el juego que lo empezó todo más que como una obra con sus propias circunstancias, sus victorias y sus derrotas; como el origen revolucionario de la fórmula mágica que llamamos saga Souls, en lugar de como un proyecto que ni en sus mejores sueños se imaginaba tan influyente. Pero lo cierto es que lo fue y por eso no puede negarse que Demon’s Souls es un juego especial, aunque no siempre lo ha sido de la misma manera. Quizá por eso me cuesta expresar mis sentimientos sobre él de forma ordenada.

Si soy honesto, cuando quiero describir Demon’s Souls lo primero que se me viene a la mente es que es, a todas luces, un juego raro. Lo fue en su día, por cómo subvirtió las preconcepciones de la industria, y lo sigue siendo a día de hoy en el contexto de la serie (y cabría decir del género) que ayudó a definir. El suyo es un tipo especial de rareza, el mismo que ciñe como una inusual corona la frente de esos juegos que nunca deberían haber existido; y es que, en 2009, Hidetaka Miyazaki no tenía la más mínima sospecha de la trascendencia que su opera prima iba a tener en el futuro y bien podía contentarse con haber publicado un juego que, pocos años antes, parecía destinado a no ver la luz. Merece la pena empezar echando la vista atrás.

Un origen improbable

A mediados de los 2000, From Software llevaba un tiempo trabajando en un nuevo JRPG de acción y fantasía que siguiera la estela de su célebre saga King’s Field, pero el proyecto atravesaba dificultades y había terminado en vía muerta. Miyazaki, quien por entonces era poco más que un novato en el estudio, vio en aquel proyecto sin futuro una oportunidad de oro para cumplir el sueño que, a sus casi treinta años, lo había llevado a cambiar de carrera y entrar en aquel estudio: crear su propio videojuego de fantasía oscura. “Pensé que, si encontraba una manera de tomar el control del juego, podría convertirlo en cualquier cosa que quisiera”, declararía años más tarde. “Y lo mejor era que, si mis ideas fallaban, a nadie le importaría; ya era un fracaso.”

El visto bueno de Sony y el apoyo del Japan Studio dieron luz verde al proyecto, y el uso de recursos técnicos de third-parties o de la propia Sony, así como una innegable suerte con las fechas de entrega, dieron al equipo un amplio margen de libertad que Miyazaki invirtió casi por entero en la dirección creativa. No obstante, en la fase final de desarrollo empezaron los problemas: la demo tuvo una acogida tan negativa por parte de crítica y público que el productor Takeshi Kajii la calificó como “un absoluto desastre”; los directivos de Sony cuestionaban decisiones de diseño que, bien eran problemáticas por lo mucho que dificultaban la experiencia, bien eran incomprensibles para cualquier persona ajena al equipo; y cuando Shuhei Yoshida, presidente de Sony, fue incapaz de superar el inicio del juego tras dos horas, dijo textualmente: “Esto es una mierda. Es un juego increíblemente malo.”

La confianza en el juego no hacía más que descender y no fue hasta muchos meses después del lanzamiento de Demon’s Souls (exclusivo para Japón, pues Sony se negó a publicarlo en el mercado occidental) que las decepcionantes cifras de ventas iniciales despegaron de forma notable. Los rumores y habladurías sobre aquel denso pero fascinante juego lograron lo que el marketing corporativo ni siquiera intentó hacer; el boca a oreja llegó hasta las distribuidoras Atlus y Namco, que se ofrecieron a publicar el juego en EEUU y Europa, y el éxito se repitió. Demon’s comenzó a cultivar a su alrededor una comunidad muy activa y fiel a la obra y a la autoría de Miyazaki, quien pasó de ser un director extraño con ideas conflictivas a uno de los nombres más importantes del videojuego moderno. Lo que vino después, como suele decirse, es historia.

El aura fascinante de lo raro

Quiero pensar que, si Demon’s padeció durante su desarrollo pero acabó siendo un título aclamado, fue por un mismo motivo: por su rareza. La superficie de su mundo habría resultado familiar al público occidental, pero la filosofía que subyacía bajo los palacios, los dragones y los héroes de brillante armadura era tremendamente japonesa. Miyazaki y su equipo querían traer de vuelta un aura que consideraban perdida en el videojuego moderno, eludiendo la exposición directa y planteando obstáculos a cada paso para provocar en las jugadoras la misma sensación de triunfo que experimentaban al superar los desafíos de los juegos de su infancia. Demon’s Souls era descrito como un juego brutal, que tan pronto te lo quitaba todo como te elevaba a lo más alto, y tanto sus sistemas como su mundo resultaban fascinantes por el esfuerzo que exigían para ser comprendidos. Pero, ¿sigue el oscuro poder de Demon’s Souls siendo tan seductor? ¿Qué es exactamente lo que en estos años ha llevado a tantas personas a atravesar la Densa Niebla?

Miyazaki y Kajii querían que Demon’s Soulsapartase la narrativa predefinida” para permitir a las jugadoras tomar decisiones que alterasen el devenir de un mundo cuyos misterios tendrían que resolver por su cuenta, por lo que le basta con exponer un contexto muy claro para iniciar nuestra andadura, delegando por lo demás en la narrativa emergente e indirecta. Sabemos que el reino de Boletaria ha sido engullido por una bruma que desdibuja la propia realidad y amenaza con cubrir todo el mundo; que el rey Allant provocó esta calamidad al rescatar las sacrílegas Artes del Alma para hacer florecer su reino, despertando así al Anciano, padre de los Demonios que devoran las almas humanas; que nos hemos adentrado en la Niebla desde una tierra lejana, hemos muerto y nuestra alma ha quedado atrapada en el Nexo que une los restos fracturados de Boletaria; y que, para liberar nuestra alma, debemos acabar con todos los Demonios, usar sus almas para fortalecernos y devolver al Anciano a su letargo como ya ocurrió en el pasado. El juego presenta esta información en sus primeros compases a través de cinemáticas y diálogos explícitos, sin ocultar que esa, y no otra, es la historia central. En torno a ella se despliegan temas de ciclos y contraposiciones, manteniendo en la ambigüedad el significado de sus eventos y las motivaciones de sus actores.

Los cinco dominios del reino que exploramos no tienen una auténtica historia propia, sino que representan diferentes facetas del mal sembrado por los Demonios y giran en torno a conceptos de gran claridad estética: un palacio ruinoso tomado por soldados enloquecidos y monstruos, una profunda mina que llega hasta un cementerio de dragones, una isla cuyos antiguos moradores doblegaban los cielos y adoraban a los muertos… Estas tierras se rigen por sus propias reglas y presentan sus propios peligros, por lo que han de enfrentarse de formas distintas. Su estructura no puede ser más clásica: cada mundo cuenta con una serie de mazmorras, llenas de enemigos (cuyas almas son a un tiempo moneda de cambio y experiencia para subir de nivel) y recompensas. Al final de cada una mazmorra hay un Demonio jefe al que debemos derrotar para pasar a la siguiente, hasta llegar al jefe final de cada mundo, cuya derrota implica que hemos terminado con la plaga demoníaca en ese mundo y que ahora poseemos el poder de los monstruos que lo gobernaban. Repetir cinco veces para salvar el mundo.

Un diseño clásico con rasgos impredecibles

Los Demonios mayores son el objetivo jugable más importante de cada nivel y quieren ser el eje estético de la Archipiedra que los contiene. Miyazaki también quería que su diseño, al igual que el de los propios mundos, pudiese resumirse en una frase sencilla: de este modo, la idea central de la pelea de los Devoradores es “aparece un segundo jefe”, la del Ídolo de los Necios es “el jefe vuelve a la vida por una causa externa” y la del Caballero de la Torre podría ser “el jefe tiene un punto débil que debes exponer”. Como contrapartida a esta filosofía, muchos de estos combates giran en torno a una gimmick que, una vez descubierta, los vuelve sumamente triviales y, cuando no poseen la suficiente potencia estética, olvidables. El auténtico desafío, en realidad, es recorrer todo el nivel para llegar al jefe sin morir por el camino, algo que, debido a la dificultad y el diseño de los niveles, ocurre con mucha frecuencia.

Los escenarios son laberínticos y complejos, pero muy lineales, con un trazado propenso a los caminos estrechos (con lo que atravesarlos sin riesgo exige limpiarlos de enemigos y trampas) y en los que cualquier muerte nos devuelve al checkpoint inicial pero sin las almas que habíamos acumulado al derrotar enemigos, las cuales se perderán para siempre si morimos de nuevo antes de recuperarlas allí donde caímos. Si a esto añadimos que solo un puñado de honrosas excepciones incluyen atajos, un proceso que se presentaba emocionante y tenso se vuelve pronto repetitivo y frustrante, pues no hay forma de “demostrar” al juego que ya hemos sabido superar sus peligros una vez y que nuestros fracasos no dan talla del conocimiento que hemos adquirido sobre sus mecánicas y escenarios. Quizá en 2021 somos muchas quienes estamos acostumbradas a esta dinámica, pero si nos ponemos en la tesitura de alguien que acaba de adentrarse en este juego en 2009 las cosas no son tan sencillas.

Ya en su tutorial, que no se extiende más allá de los controles básicos, Demon’s demuestra el peso que da a la muerte: ya sea a manos de la Vanguardia (primero de muchos jefes colosales en espacios cerrados capaces de matarnos de uno o dos golpes) o bajo el puño del Dios Dragón, nuestro personaje resucita en el Nexo en forma de Alma, con la salud reducida a la mitad. Estamos a solas, sin más defensa que nuestro equipo inicial para enfrentarnos al Palacio de Boletaria, el auténtico primer nivel; moriremos muchas veces, pero quizá aprendamos a no caer dos veces del mismo modo, a explorar con cautela y a anticiparnos a las trampas. Abriremos atajos y llegaremos al primer jefe: tiene truco, pero algunos enemigos anteriores nos pondrán sobre la pista de su debilidad. Muerto el Demonio, nos cobramos sus almas, recuperamos nuestra forma Humana y por fin podemos subir de nivel. Parece una progresión razonable porque lo es, pero sienta un precedente irreal, pues ningún otro nivel se juega bajo estas condiciones ni presenta un desarrollo tan organizado.

Para mitigar esta hostilidad, Miyazaki ideó un revolucionario modo de interacción entre jugadoras: conectar la consola a Internet bastaba para leer y escribir mensajes a modo de advertencia, pista o engaño, ver cómo otras personas habían muerto para no correr la misma suerte e incluso invocarse entre sí para superar desafíos o invadir el mundo de otra persona para entablar combate. Esta forma tan inusual de ampliar la experiencia single-player, sumada al silencio que Demon’s guarda acerca de su historia y sus sistemas, fue el germen de la vibrante comunidad por la que la saga se ha hecho célebre, pero además de esos espacios de intercambio de conocimiento también se generó un discurso acerca de la dificultad del juego que no siempre es justo. Suele decirse que en Demon’s Souls se aprende a base de ensayo y error; si bien es cierto la mayoría de las veces, la cuestionable ejecución de algunas mecánicas impide por completo el aprendizaje, sobre todo en una de las más definitorias de la jugabilidad de esta obra. Hablo, como no puede ser de otro modo, de la Tendencia.

Un mundo cambiante de reglas traicioneras

Existe una Tendencia del Alma, una suerte de karma que afecta a algunos rasgos de nuestro personaje en función de nuestras decisiones, pero yo quiero centrarme en la Tendencia del Mundo, un sistema muy opaco que puede redefinir por completo nuestra experiencia jugable sin que apenas nos demos cuenta. Cada uno de los cinco mundos puede tender hacia el Blanco, con enemigos más débiles que al morir dropean más objetos curativos pero menos almas, o hacia el Negro, donde los enemigos dejan tras de sí más experiencia y mejores recompensas, pero son más duros; las Archipiedras se harán Blancas si derrotamos a sus jefes y Fantasmas Negros, pero tenderán al Negro si asesinamos a ciertos NPCs o morimos en forma Humana. Este último detalle, que parece pequeño, provoca el que creo que es el problema de diseño jugable más grave de Demon’s Souls, por no decir de toda la saga.

En un juego donde es posible morir a cada paso, más salud equivale a más posibilidades de sobrevivir, así que quienes tengan menos experiencia (y más dificultades) se verán impelidas a salir del estado Alma a toda costa, ya sea derrotando a un jefe o con ciertos objetos consumibles. Sin embargo, volver a morir en forma Humana hará que ese mundo tienda más al Negro, los enemigos se fortalezcan e incluso aparezcan adversarios especiales aún más peligrosos; esto reduce aún más las opciones de progresar en el juego, lo que hace aún más acuciante recuperar opciones de supervivencia, con el riesgo de oscurecer aún más la Tendencia. Se produce así un feedback loop positivo en el que los fracasos conducen a más fracasos en una espiral descendente en la que las personas con más dificultades se ven penalizadas por intentar superarlas de un modo que, además, no pueden saber que es incorrecto. Salir del bucle es sumamente difícil porque nunca se hace explícita la relación entre morir en forma Humana y el aumento de la dificultad, lo que nos lleva a otro problema central de Demon’s en general y de la Tendencia en particular: la exigencia de un conocimiento externo y una forma de jugar tangente al propio juego.

Las Tendencias están ligadas a ciertos eventos, caminos ocultos y encuentros que solo se desbloquean en mundos que han llegado al Blanco Puro o Negro Puro, pero alcanzar esos niveles de Tendencia por azar es casi imposible. Una jugadora casual morirá en forma Humana y derrotará Demonios, de modo que vivirá todos los efectos negativos de las Tendencias intermedias sin ver jamás esos eventos, que además exigen regresar a áreas previas de mundos sumamente lineales sin alicientes para volver atrás. Solo quienes ya saben dónde y bajo qué condiciones tienen lugar esos eventos fuerzan cambios de Tendencia, muriendo en forma Humana una y otra vez para llevar ciertas Archipiedras al Negro o quitándose la vida en el Nexo para jugar siempre como Alma y no bajar del Blanco, para obtener recompensas muy concretas. No se trata simplemente de mecánicas que pueden utilizarse de más de una manera o con propiedades ocultas; aprovechar la Tendencia exige jugar deliberadamente a la contra de las pocas enseñanzas directas del juego, además de un entendimiento de las mecánicas que Demon’s Souls, por sí solo, no nos da jamás.

Otros sistemas fundamentales no se nos ocultan deliberadamente, pero aun así son complejos, farragosos y dejan un escasísimo margen de equivocación. Mejorar las armas, por ejemplo, es una tarea tediosa: implica conocer una agobiante cantidad de materiales con propiedades y usos poco claros, su disponibilidad está sujeta a drops raros de enemigos o criaturas que solo aparecen un puñado de veces por partida y dar marcha atrás para reforzar el arma con otros atributos supone devolverla al estado base y perder para siempre esos materiales; los milagros y hechizos son la estrategia dominante en Demon’s, pero su aprendizaje y uso nunca se explican con claridad y no hay forma de probar sus efectos antes de gastar nuestras preciadas almas en ellos; incluso una acción tan común como es recolectar objetos se ve interrumpida con insidiosa frecuencia por un límite del inventario que nos fuerza a vaciarlo con frecuencia en el Nexo. Ni el conocimiento externo ni la veteranía hacen que estas exigencias beneficien en lo más mínimo la experiencia jugable, pero para cualquier recién llegada pueden ser simplemente insoportables.

Demon’s Souls es incapaz de encontrar un término medio entre que cada pequeño avance en los primeros compases sea un triunfo (y cada tropiezo, un suplicio) y que los segmentos finales se sientan como un paseo en apisonadora, aunque lo que parece es el juego abraza ese desequilibrio. Quizá convertirnos en aquello que tanto nos hacía sufrir unas horas antes sea su modo de recompensar nuestra persistencia, porque incluso cuando el juego se rompe (ya sea a nuestro favor o en nuestra contra) entiendo el placer que hay en descubrir sinergias o crear builds por nuestra cuenta. Familiarizarse con las normas y ritmos del combate sigue siendo, entender tras algunos intentos cómo acometer una pelea con un jefe es realmente satisfactorio y la exigencia de la stamina hace que cada decisión cuente en el enfrentamiento, dotando a cada golpe, cada esquiva, cada parry y cada ataque crítico de un impacto y un peso significativos. Pero pelear, creo yo, no es tan importante como saber por qué peleas.

Trasfondos que se difuminan

Demon’s Souls es, ante todo, un viaje en solitario. Los NPCs suelen tener nombres y rostros, pero rara vez son más que su función en el juego: ni el herrero Boldwin, ni Thomas el Tesorero, ni los clérigos ni los magos tienen más historia que la que los ha llevado al Nexo, de donde no se moverán jamás, ni más propósito que ofrecernos un servicio en nuestra aventura o exposición narrativa acerca del mundo que vamos a explorar. Otros viajeros con sus propias misiones (que solo en un par de ocasiones se cruzarán con la nuestra) harán un alto en el camino a la luz de las velas del templo y quizá compartan sus historias, consejos y esperanzas, pero suelen resultar poco naturales, envueltas en una verborrea de grandes nombres y artefactos legendarios que bien son pistas para obtener recompensas jugables, bien intentan ofrecer algún anclaje con un contexto que casi nunca existe en los cinco mundos. Ni siquiera los encuentros ligados a eventos de Tendencia aportan algo, porque las historias de sus NPCs suelen agotarse en objetivos que, muy convenientemente, nos guían hacia alguna recompensa jugable; en muchas ocasiones, además, nos obligan a combatir sin opciones alternativas ni forma de entender quiénes son estas personas y por qué quieren matarnos.

En Boletaria hay bandos, fidelidades, traiciones y oportunismo, pero ese mapa de relaciones no trasciende al terreno jugable: San Urbano habla de que los magos deben ser destruidos porque su poder es herético y demoníaco, pero los clérigos se quedan a un lado del Nexo y los hechiceros al otro sin la menor interacción entre ellos; los leales al rey Allant saben que vamos a luchar contra él porque está comandando a los Demonios, pero no parece preocuparles ni que su señor haya llevado esta tierra a la ruina ni que pretendamos matarlo; el Viejo Rey Doran, inmortal fundador de Boletaria, no ha regresado para luchar contra los Demonios que vuelven a asolar el mundo, sino que lleva siglos tras la puerta de un mausoleo a la espera de un contendiente que le demuestre su valía a golpes para otorgarle la enésima arma legendaria; y cuando, por primera y casi única vez en el juego, un jefe se muestra como algo más que un monstruo, da la sensación de que ese giro moral existe en un vacío. Y quiero detenerme aquí, porque la pelea con la Dama Astraea y Garl Vinland es quizás el momento más memorable de todo Demon’s Souls, pero creo que no termina de plasmar sus intenciones porque es justo eso: un momento.

Astraea es el Archidemonio del Valle de la Corrupción, un abismo pútrido donde son abandonadas a su suerte las criaturas más impuras de la creación; antes, sin embargo, era una santa del Templo de Dios, que viajó al Valle en un peregrinaje espiritual para no volver jamás. De ella se nos dice que es una bruja, que ha traicionado a Dios y se ha convertido en un demonio, pero la realidad es bien distinta. Astraea, venerada por los habitantes del Valle, ruega sin presentar batalla que abandonemos este lugar, convertido desde su llegada en un santuario para los desterrados. Garl Vinland, su fiero protector, nos cierra el paso con firmeza, pero apenas nos ataca y trata de disuadirnos de nuestro empeño con palabras más que con golpes, cuestionando nuestro derecho a irrumpir en su hogar a traerles sufrimiento. Al matarlo y llegar hasta Astraea, ella se quita la vida con resignación y nos otorga, como un regalo envenenado, el Alma de Demonio que tanto anhelamos.

En esta “pelea” confluyen muchos de los temas que Demon’s Souls lleva planteando casi desde el principio, como el ansia destructiva que mueve a quienes se apoderan de las almas ajenas, las reprobables acciones de los clérigos en aras de la pureza o la falsa diferencia entre Dios y los Demonios, pero presentar un tema no basta para hacer un comentario sobre él. Solo la última de estas tres cuestiones se ve expuesta de forma clara al final del juego y aun así no se usa para plantear un dilema sino que se presenta como una revelación, sin aristas ni posibilidad de cuestionamiento; la pelea con Astraea y Garl Vinland hace lo mismo, porque, más allá del choque moral, no ofrece alternativa al enfrentamiento; solo cabe acusarnos de ser más Demonios que ellos mismos a través de una culpa irredimible. Además, cuesta mucho creer que la santa ha purgado de su sufrimiento al Valle: en este agujero insalubre, infestado por plagas y poblado por los restos enloquecidos de lo que algún día fueron seres humanos, ¿dónde está la esperanza? ¿Le basta a Miyazaki con sugerir que el mundo es de una cierta manera para que eso sea cierto? Tal vez sí. Al menos, sí cuando Demon’s Souls se compromete por completo a seguir el camino de la estética pura.

Lo que apenas distinguimos y lo que nunca estuvo ahí

Pasan los años y Latria sigue siendo el mundo más recordado de este juego, y creo que es tan impactante porque utiliza en todo momento un lenguaje único, que realmente favorece la creación de esa atmósfera que tanto invocan los ensayos sobre esta obra. La tercera Archipiedra rezuma terror lovecraftiano: de la angustiosa Prisión de la Esperanza salimos a una penumbra que no es ni noche ni día para encontrarnos una iglesia donde los desesperados adoran a su Ídolo con la esperanza de regresar algún día a la superficie; se nos concede una gracia que no nos eleva al cielo, sino a un laberinto de torres colosales encadenadas a un inmenso y aún latente corazón, en cuya cima un consumido rey de amarillo nos envía a sus horrendos experimentos para acabar con nuestra vida. De las breves y escasas conversaciones que mantenemos en este mundo se desprende que todos estos horrores están regidos por reglas de alguna clase, pero no estamos capacitadas para entenderlas; su aire opresivo solo invoca el insistente pensamiento de que no deberíamos estar ahí.

Ningún otro nivel de Demon’s Souls emplea sus recursos estéticos de forma tan consistente ni posee el mismo sentido de la sensación y no es que sus conceptos centrales sean más o menos inspirados o que combinen referencias y estilos con mejor o peor acierto; el juego logra grabarse a fuego en nuestra memoria solo en momentos puntuales porque son aquellos en los que deja de intentar contar una historia que no parece interesarle para comprometerse con su estética. Garl Vinland saliendo de una pila de cadáveres para defender a su señora; el fulgor de los ojos y el aliento de los Desolladores en las tinieblas de la Torre de Latria; el Acechador Ígneo rompiendo con sus garras los muros milenarios que lo sellaban; el kilométrico cuerpo del Anciano tendido sobre una bahía infinita; todos esos instantes son mucho más memorables que la soberbia de un rey para fortalecer su imperio, porque esa historia es solo un detonante que pronto se pierde en el fondo de la trama. Demon’s Souls es un espectro difuso, cuyos contornos se difuminan en su propia niebla y hace que nuestra mente rellene los vacíos con lo que quiere ver detrás. Podemos llamarlo imaginación, nostalgia o mentira.

Peter Dalton, director técnico de BluePoint Games, comentaba que el remake de Demon’s Souls (2021) exigió un gran trabajo de interpretación por parte del estudio, porque en los modelos originales había “muchos no-detalles” que hacían difícil distinguir las líneas maestras de los diseños. “Ves algún sombreado, algunas luces, algunas cosas y entonces tu ojo rellena los detalles. Pero cuando llegas al modelo, simplemente no está ahí, ¿sabes? Es como que quieres ver algo mejor de lo que realmente es.” El 720p, los dramáticos filtros visuales o la baja iluminación disimulan el escaso detalle de los modelados y los escenarios son silenciosos y contemplativos porque sus parajes sonoros se componen de algunos efectos huecos y dispersos sobre ruido blanco; no consigo ver aquí la meticulosa configuración de la mejor atmósfera de la saga Souls, sino el reflejo evidente de unas limitaciones que el proyecto no tenía forma de eludir.

Pero aun así hay una atmósfera. El trenzado de referencias estilísticas mal conciliadas, el aire exánime y un tanto indescifrable de su banda sonora, la indefinición o genuina fealdad de sus diseños, esa bruma digital que lo cubre todo y obliga a nuestra mente a rellenar los huecos… son señas de unos recursos limitados empleados por un equipo con una dirección inexperta, pero encajan a la perfección con los temas del juego como el desvanecimiento de la realidad o la pérdida de lucidez y, de un modo u otro, lo hacen memorable. Demon’s Souls no será tal y como la gente lo recuerda, pero esas grietas, esa rareza lo hacen atrayente e incluso magnético de un modo difícil de describir. Y tras mucho tiempo pensando en esa naturaleza, me di cuenta de un inesperado paralelismo: Demon’s Souls es muy parecido a Drakengard.

La sólida identidad de la rareza y los errores

Es prácticamente la misma situación: un director inexperto entra de rebote en un proyecto e intenta imprimirle un estilo muy personal pero un tanto problemático; tiene que pelear con sus superiores para incorporar sus ideas y hacer ciertas concesiones, pero el juego termina saliendo fiel a la visión del equipo; sus ventas iniciales no pasan de lo mediocre, pero la crítica alaba su originalidad a pesar de sus problemas técnicos y siembra un seguimiento de culto; con los años, esas atrevidas ideas iniciales se van puliendo con cada entrega de una saga cada vez más exitosa, reconocida por su desafío a las costumbres de la industria, y su creador alcanza un estatus poco menos que de genio. A quien haya tenido la suerte (no buena ni mala, simplemente suerte) de jugar el debut de Yoko Taro no le costará señalar que sus ideas conflictivas y fallos innegables pueden superar con mucho sus virtudes; no obstante, es muy difícil que un discurso sobre Demon’s Souls reconozca que sus decisiones de diseño no siempre nacieron de meticulosas deliberaciones, que tiene tanto de revolucionario como de anticuado, que salió de esa manera porque era tarde para cambiarlo y que no es perfecto porque fue el primero.

En realidad, Demon’s Souls ha tardado bastante en ganarse el epíteto de “juego que lo empezó todo”. Su exitoso remake ha actualizado los aspectos más arcaicos de su diseño preservando (quizá con más fidelidad de la necesaria) los fundamentos de su fuente y ahora el debut de Miyazaki ha pasado definitivamente de obra de culto a clásico; sin embargo, si hace no tantos años preguntabas a cualquier persona con experiencia en la saga Souls por qué juego empezar, sin duda te dirían “por el primero” refiriéndose no a Demon’s, sino a Dark Souls. Boletaria no fue el antecesor de Lordran, sino más bien una versión preliminar, una beta imperfecta cuya persistente niebla no se disipaba si no era con un esfuerzo que no todo el mundo estaba dispuesto a hacer. Yo comencé mi andadura en este universo con Demon’s Souls hace mucho tiempo, pero un puñado de horas me hizo abandonarlo con la intención de no volver jamás. En 2021, no obstante, volví con la firme intención de superarlo y entenderlo. Y ahora que he llegado hasta aquí, ¿qué puedo decir?

Tras muchas vueltas, he concluido que Demon’s Souls es un juego que me gusta mucho más cuando no lo estoy jugando. Aprecio ese aura primitiva y profunda y comprendo la reverencia que tantos miles de personas le profesan. Me gusta entretenerme en sus huecos y sus lagunas, fantasear con todo aquello que podría haber sido y nunca fue, dejar que mi mente invente lo que la niebla tapa sabiendo que quizás nunca estuvo allí. En cualquier día malo diría que lo odio, que es un juego insoportable al que no quiero volver, y no estaría mintiendo; pero, aunque me enfade con todo lo que tiene de tosco y desfasado, sigue siendo un juego que respeto. Solo me gustaría que los discursos sobre Demon’s Souls no lo obligasen a ser perfecto, que la valoración de sus virtudes no lo aúpe a un pedestal en que se le prohíba tener grietas, porque es imposible trazar un camino que antes no existía sin tropezar ni perderse. Ahora ese sendero brumoso está sembrado de hogueras donde podemos encontrar calor y descanso entre las tinieblas. El mundo ya será reparado otro día. Umbasa.

Bibliografía y referencias

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Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Vengo a hablar de cultura y a ponerme político. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”