Fleabag: ponerte contra la (cuarta) pared
Mirar de frente no es fácil cuando el espejo tiene vida propia
There’s a haze over my eyes
I wonder if there’s any truth sometimes
I was looking at something that looked just like love
Girlpool — Love333
Hace un rato que he dejado de ser un montón de esquirlas de lo que antes era alguna frágil escultura, pero mi recomposición es precaria y las grietas siguen ahí. Aún pasará tiempo hasta que recoja, examine y vuelva a colocar en su sitio todas estas piezas y las fusione otra vez con oro, como recordatorio ineludible de que esta fractura ocurrió, pero para eso tendré que hacerme muchos cortes en las manos; ya había visto alguno de estos trocitos de mí antes, pero no sabía que podían tener filo.
Eso, no obstante, tendrá que esperar a otro día. Por el momento, esto no es más que una pequeña confesión para quien pueda estar leyendo. También es el preludio de un examen más profundo, no solo de los fragmentos que se han desprendido en el impacto, sino del hueco que han dejado en mí, por donde ahora pasa el aire. Eso viene ahora. Tampoco es que la cronología importe demasiado, pero me gusta hacer las cosas bien, aun si no lo ve nadie. Aunque tengo la sensación de que alguien habrá que le interese.
You know that feeling when…?
Fleabag nunca te engaña del todo porque en ningún momento te promete nada. Tan sencillo como que tú entras, hay una chica cualquiera comentando a la cámara un encuentro cualquiera con una persona cualquiera y decides quedarte a ver qué pasa. Te quedas, seguramente, porque esta chica es divertida, mordaz y, sobre todo, cercana. No porque estés punto por punto en la misma situación que ella, claro: es posible que la tuya no sea una familia disfuncional experta en eludir conversaciones importantes durante años, o no tengas una vida sexual tan ajetreada y un tanto problemática como la suya, o no pesen sobre ti las ausencias de personas queridas que han dejado este mundo, o no tengas la crisis de los treinta, o no seas mujer. No hace falta. Ella es cercana porque te está contando a ti, en la mutua intimidad que os confiere la pantalla, todo lo que se le pasa por la cabeza. Y, oye, ya que esta absoluta desconocida confía en ti para charlar en riguroso directo de cómo es hacerlo por el culo con un tío guapo pero de pocas luces o de las rupturas rutinarias con un novio que acaba volviendo como un boomerang, no vas a hacerle el feo de mirar para otro lado… ¿o sí?
Lo cierto es que al principio te da un poco de reparo la ligereza con la que esta chica (no sabes cómo se llama y referirte a ella como “Fleabag”, aunque tiene sentido, no termina de resultarte natural) te cuenta a escondidas todo lo que piensa de estas personas (a las que a menudo no parece tener demasiado apego) pero nunca les dice a la cara, mientras les hace alguna perrería de perfil bajo y luego tira una bomba de humo. Ella te mira y se encoge de hombros porque, en realidad, es consciente de que es un poco cabrona. Y ellos son un poco esperpénticos, eso no se puede negar: tú en tu sano juicio no entablarías mucha conversación con sus ligues una vez salís de la cama y no hay nadie en su familia que no esté muy malito de lo suyo. Sin dejar de ser franca sobre su actitud ante la vida y los demás, desmenuza a estas personas con agudeza, adelantándose a todo lo que van a hacer y decir lanzándote un comentario cómplice cada dos frases… y es tan graciosa mientras lo hace. La incomodidad se convierte muy rápido en simpatía, porque ella es un poco como tú eres o fuiste o crees que podrías ser, los tíos tontísimos que la rodean son como tantos otros tíos tontísimos que te encuentras a diario y puede que hasta hayas encarnado alguna vez, los familiares políticos insufribles se parecen un poquito a los tuyos y ¿quién no necesita reírse de todo eso? Es entonces cuando…
Guardia baja
Decía que Fleabag no te engaña nunca del todo, pero Fleabag nunca te dice del todo la verdad. Cierto, no tendría sentido tenerte ahí mirando y hablarte de todo esto para luego fingir que no has visto lo que has visto, pero te detalla la amplia superficie de sus defectos más evidentes (su egoísmo que le lleva a manipular a personas que no le han hecho nada malo, su ausencia casi total de seriedad y de compromiso, su recurso constante a la mentira…) para pasar por encima de las oscuras fallas que hay entre estas placas y evitar que te preguntes cómo de profundas son. Y si al fin parece que se detiene en ellas (porque, en el fondo, lo necesita), te habla de ellas igual que lo hace con las contadas personas con las que se abre: con un estertor, como una combustión espontánea imposible de disimular, dejando un silencio de parálisis (compartida por quien la escuche en ese momento, por ti y por ella misma) al que pronto trata de poner remedio con alguna elocuencia. Pero no siempre funciona.
Parece que la sombra de la tragedia planea como un ave de presa sobre el continente de su pequeña Londres compuesta por su cama, el café, la casa de su padre, el cementerio y una iglesia que aún no sabe que va a frecuentar, pero no sabes dónde anida ni si emigra en invierno. Por momentos parece una Mr. Bean contemporánea que convierte todo lo que toca en una comedia de enredo involuntaria y, cuando la risa te relaja lo bastante para hacerte bajar la guardia, te lleva con ella a asomarte a uno de los muchos abismos que horadan su corazón en un vistazo, solo para quitarle hierro al asunto justo después con algún chiste (francamente ingenioso, todo hay que decirlo), todo en el lapso de medio minuto. Tú ves que aquí hay algo que no va bien, pero ¿realmente es tan grave si ella misma se lo toma tan a coña? Vacilas, pero no mucho, porque Fleabag (¿o Fleabag?) se ríe contigo de corazón. Todo esto es un poco ridículo, en realidad, y es normal que te dé la risa; ella es la primera que se ríe de todo esto. Así que, a pesar de esa vaga incomodidad y de los one-liners que te oprimen desde dentro por un instante pero te tatuarías sin pensarlo (y no, los pinchazos que te humedecen los ojitos no son los de la aguja), te quedas. Porque… ¿no es graciosísima esta chica?
Bajas la guardia. Primera puñalada.
No eres de los míos si no la puedes cagar
¿Te ha hablado ya de Boo? Es adorable, ¿verdad? Es su mejor amiga y casi todo lo opuesto a ella: es franca, directa, dulce y tierna, la clase de tía a la que podrías enganchar en plena borrachera para contarle tus dramas y te escucharía encantada. La clase de tía con la que compartirías piso o montarías un bar, porque es una conversación que tienes que tener en algún momento con tus colegas. La clase de tía a la que desearías tener cerca cuando todo se va a la mierda y no sabes qué hacer.
Es una lástima lo que le pasó.
Ella (sí, Fleabag) vuelve una y otra vez a Boo, como quien vuelve a un lugar seguro cuando hay tormenta, como el culpable que regresa a la escena del crimen. Es un instante de claridad en medio de un ruido ensordecedor y el mayor de los karmas que arrastra a sus espaldas. Para lo bueno y para lo malo, ella siempre está ahí, recordándole algo que, una y otra vez, evita contarte. Pero ¿por qué? Te ha enseñado los trapos sucios de su familia y sus polvos insatisfactorios, ¿qué tiene esto de especial? Bueno…
¿Sabes esa sensación de cuando llevas mucho tiempo metiendo las narices en un sitio que no conoces simplemente porque podías y por eso pensabas que debías y quizá te has planteado parar alguna que otra vez pero igualmente seguiste adelante y ahora ya no tiene sentido echarse atrás porque hace mucho tiempo que te comprometiste a llevar esto hasta el final y de pronto una parte de ti susurra en tu cabeza “esto es lo que pasa por querer saberlo todo”?
Llega un punto en que no tiene escapatoria. Ni tú tampoco. Cuando no es ella quien revela sus secretos sino que las imágenes le arrebatan el timón, cuando trata de anticiparse con suficiencia lo que otra persona va a hacer o decir y de pronto sus cálculos fallan y se come sus palabras, cuando ni siquiera ella puede aligerar la situación con su ingenio e irreverencia es cuando realmente se revela la tragedia. Una de la que eres cómplice, porque tu voyeurismo te ha encadenado a ella (a Fleabag, pero también a Fleabag) sin remedio. Y no dejo de referirme a ella en ningún momento por el mismo motivo que ella no deja de mirarte mientras hace su vida: por la mutua consciencia que os une y el obsesivo autoanálisis al que esta induce. Ella quiere abrirse ante ti con la esperanza de que no la juzgues del mismo modo que las personas que la rodean y tú, cuando pasas tanto tiempo con ella, adoptas esa misma forma de pensar. Te sientes responsable de tu propia vigilancia y temes que se refleje en ti, mides tus palabras, no quieres alejarte demasiado del estrecho marco que recorta vuestro espacio compartido para hablar de ella fríamente, como si fuera un objeto de estudio inerte, como si no hubiera vidas detrás. Como las que te rodean. Como la tuya propia.
Vidas. Sí, a eso iba. Perdón, me he quedado traspuesto mirando a la cámara. Vidas jodidas de personas jodidas, que joden a/con otras, que la joden constantemente. Nadie la jode de la misma manera, claro: las mujeres aquí temen joderla por no cumplir con los estándares que se les imponen, por no ser lo que se espera de ellas como novias, amantes, amigas, referentes, esposas o madres. Fleabag te habla mucho sobre hombres, pero también habla mucho con mujeres y tal vez en esos momentos mire menos en tu dirección, olvidándose de la validación de quien la mira a través del marco. Algunas son unas cretinas integrales, tanto que hasta a ella misma le ofende (y con razón), pero otras son complejas, llenas de secretos e inquietudes que las definen de forma sutil pero innegable. Y pocas personas entienden tanto de guardar secretos como ella; no es de extrañar que, aunque tengan sus roces (como le ocurre con su hermana), quieran estar cerca. En esos encuentros la situación se revierte y es ella en quien sus interlocutoras depositan su confianza, porque nunca encuentran el momento o el valor de abrirse con otras personas. Aquí todo el mundo tiene cosas por resolver.
Los hombres que la rodean tampoco son sencillos a la hora de cagarla. Sí, algunos son monodimensionales hasta la caricatura y suelen ser las primeras víctimas de sus caprichos, su mordacidad o su egoísmo, pero les rodea un aura de lástima; el modo en que esos tipos caen bajo su látigo, sea o no justificado, genera más ternura que rechazo. A otros hombres quieres darles vueltas, porque no dejan de salirles facetas que no conocías, pero pueden tener aristas inesperadamente cortantes. El padre que, desde la muerte de su esposa, es incapaz de hilar una frase completa cuando intenta expresar sus sentimientos a sus hijas y por eso evita constantemente las conversaciones importantes; el gerente de banca que acosó sexualmente a una compañera y ahora trata de reconducir no solo su vida, sino su masculinidad, para que ninguna de las dos siga estando marcada por una actitud que le avergüenza y a la que quiere poner fin para siempre; el cuñado alcohólico que corta una y otra vez las alas de su esposa porque depende totalmente de ella y está obsesionado con el modo en que su hermana tiene que ser siempre la protagonista de esta historia, pero al que cuesta odiar del todo cuando se abre, porque en su particular abismo también hay hueco para una verdad retorcida y desagradable a la que nadie quiere mirar mucho tiempo.
Todo el mundo arroja piedras ante tus ojos, pero nadie está libre de pecado. Por eso los lápices vienen con una goma en el otro extremo, diría Boo: porque la gente puede cagarla en cualquier momento y deberían tener a mano la opción de arreglarlo. O quizás la hayan cagado ya, igual que quizás la hayas cagado tú. Igual que la cagó ella. Y aunque sea terrible, aunque quizá no puedas disculpar lo que hizo (¿acaso está en tu mano, en realidad?), te quedas. Porque tú tampoco habrías querido quedarte a solas cuando la cagaste. No te habría gustado que te negasen la posibilidad de mejorar, que te dijeran que lo que has hecho no tiene arreglo ni futuro, igual que tú. Aunque dependa de ti y de nadie más, aunque sea jodido, aunque haya cosas que ya no puedan cambiarse, quieres que alguien te deje usar la goma del lápiz para escribir, esta vez con mejor letra, otro capítulo. Que el papel quede emborronado y la marca de lo que había antes nunca se vaya del todo es parte del trato; ya te reconciliarás con ello. Por ahora, te toca arreglar, reconstruir. Y, si no sabes cómo, puedes buscar ayuda. Ahí arriba también se puede.
A Dios le pone mirar
En Fleabag, Dios existe. Está siempre presente, observándolo todo y, en más de una ocasión, haciéndose notar. Quizás juzga lo que ve, quizás solo deja que las cosas ocurran. Quizás ignora a quien necesita que esté, quizás escucha. Sea como sea, hay alguien que cree en él con una fuerza tan radiante que ilumina a quien está a su alrededor. La fe puede ser contagiosa si la necesitas lo suficiente.
El sacerdote es, con casi total seguridad, el mejor hombre de Fleabag; de hecho, puede que sea la mejor persona a la que ves a través de la cámara. Es afable, cercano y bienpensante, libre de toda afectación y falsedad (al contrario que la mayoría de curas, como sabrás si has conocido a alguno), tiene una fe tan firme como las dudas que siempre trae consigo y habla de ellas con total honestidad y una sonrisa en el rostro, cree fervientemente en los demás y posee un corazón casi puro. Además, bebe cerveza barata, dice tacos, es divertido y está buenísimo. ¿Quién no se plantearía más de una cosa al verlo?
Este buen pastor, que tiene la peculiar suerte de oficiar la boda entre el padre de Fleabag y la petarda integral de su pareja, viéndose con ello inmerso en el maremágnum de problemas sin resolver de esta familia, es el único hombre con el que ella no sabe qué hacer. Casi parece que su absoluta, abierta y sincera humanidad la desarma; ninguna de sus herramientas parece funcionar con él, es demasiado inteligente para manipularlo y demasiado buena persona como para que se lo merezca y, horror, el sexo no es una opción. Él mismo es cristalino al respecto al poco tiempo de entablar amistad, adelantándose a ella como poca gente consigue, como si ante sus ojos ella fuera transparente. Como si pudiera ver a quién le habla cuando se gira hacia la cámara y cree que nadie se da cuenta. Como si supiera algo más que le permite ver un poco más allá. De pronto, ella se ve totalmente superada: sin posibilidad de evadirse y recurrir a ti como confidente, sin poder limitar su relación con él al conocido y controlable plano sexual y sin ases en la manga capaces de lidiar con el soldado más amable del mismísimo Dios, ¿qué puede hacer? Pues entrar en su juego. Unirse a quienes no puede vencer. Cambiar una vigilancia por otra.
Pronto decide que, para acercarse a él, debe acercarse primero a su religión o, al menos, a quienes viven para ella. Lee (no sin estupor) los pasajes de la Biblia que él le recomienda, participa de las extrañas costumbres de la parroquia (que no parecen tener como eje central a Dios tanto como a los demás), trata seriamente de entender quién querría llevar una vida de ferias de jardín, homilías y celibato, confiesa ante el Señor y su macizo sirviente todos (o casi todos) los pecados que la acechan y que te ha ido revelando poco a poco bajo el filtro cada vez más agrietado de su ironía… pero todo es en vano. Dios se mantiene firme entre ella y el buen pastor, recurriendo a una intervención divina en toda regla para aplacar la tentación que encarna con tal de detenerla. Así pues, si no sirve de nada intentar hacerse amiga de Dios, será su adversaria. Ante la magnitud que esta pugna está empezando a tomar, cobra sentido la peculiar pregunta que le hacía la psicóloga a Fleabag: ¿quieres follarte a un cura o quieres follarte a Dios? Ahora queda planteado, con toda claridad, el mayor desafío para su poder de seducción, el más poderoso oponente al que se ha enfrentado jamás: la vigilancia total y su omnipotente mandato. Pero no puede hacer esto sola: lo necesita a él.
Si ella pone tanto empeño en algo tan fácil para ella como tener sexo no es solo porque se interpongan el celibato del sacerdote y la insidiosa presencia del Altísimo; no empujaría sus límites hacia los de él con tanto ahínco si no hubiese amor de por medio. Y él no cedería a la tentación si, en el centro del fuego abrasador del pecado, no yaciera un calor que desea compartir con ella. Ambos sacrifican algo para encontrarse y solo ellos lo entienden; por eso, por una vez, no se nos permite mirar. Han logrado eludir todas las miradas y juicios y esta hermosa catástrofe es toda suya.
Devastados
A Fleabag le cuesta creer en el amor y, sin embargo, no deja de orbitar como un satélite en torno a ese sol. Siempre brilla en las alturas, pero en Londres no es fácil encontrar un día sin cielos encapotados. Ajena al fulgor del astro, o tal vez solo incapaz de percibir sus rayos, ella se ha acostumbrado a la luz artificial, a los sucedáneos. Salta de una relación a otra sin tomarse demasiado en serio ninguna de ellas, tratando de llenar el profundo vacío de su corazón con conversaciones intrascendentes y un sexo tan superficial que parece poco más que un trámite para experimentar aquello que te confesó al principio de todo, cuando la conociste: que el hecho de follar con alguien no es tan importante como el chispazo que te atraviesa cuando sabes que otra persona te desea. Por eso, cuando al fin sale el sol y la cubre con una luz real, su calor la paraliza. La sobrecarga. Porque siempre tuvo amor en su vida y dentro de ella, pero ¿dónde ponerlo, si las personas en quien quería volcarlo ya no están ahí?
Y entonces empiezas a compartir sus preguntas, que reflejan la luz del sol y te dan de lleno en los ojos aunque cierres los párpados con fuerza: ¿cómo haces para amar sin derramarte? ¿Cómo sabes si los demás se dejarán llenar por todo lo que tienes para darles o si tendrás que guardártelo? ¿Cómo haces para que ese agua no se estanque sin tener que llegar a arrojarla por el oscuro y profundo vacío de tu corazón, donde todo lo que alguna vez tiraste parece incapaz de volver? ¿Cómo sabes que no te harás más daño amando que sin amar?
La respuesta del sacerdote es que no puedes saberlo, porque amar da miedo. Te hace exponer las precarias e irregulares fronteras que has ido construyendo en torno a eso que llamas “tú”, revelar sus grietas y todos esos puntos vulnerables por donde podrían derribarte. Puede que ya te haya pasado, de hecho. Acaricias el basto cemento con el que reparaste, con mucho esfuerzo, los estragos de alguna vieja batalla: duele recordarlo. Pero él sigue hablando y tú, igual que ella, escuchas atentamente: amar da miedo, sí, pero si amas es porque tienes esperanza. Hace falta valor para entregarle a otra persona las llaves de tu ciudad amurallada, pero lo haces con la esperanza de que ponga en tus manos otras llaves que abran otras puertas, en otra ciudad lejana que ahora te invita a conocer. Muestras las flaquezas de tus defensas con miedo a que puedan atacarlas, pero con la esperanza de que otras manos ayuden a las tuyas a levantar muros mejores, más sólidos, donde las ventanas no estén tapiadas y no haga falta cerrar los portones por la noche. Amas con tanto miedo a derramarte como esperanza de regar un suelo fértil y recoger de él, en el futuro, frutas y flores.
También puede salir mal, claro.
No siempre hace falta que alguien traicione tu confianza, te mienta, te avasalle o te hiera para que salga mal. No siempre es por maldad, ni por ignorancia, ni porque no te quieran. Con más frecuencia de la que parece, en realidad, es justo por eso: porque os queréis, pero. Y los peros pueden ser infinitos. Te quiero, pero no de esta forma. Te quiero, pero no es el momento. Te quiero, pero tengo que irme. Te quiero, pero hay alguien más. Te quiero, pero no puedo. Estas palabras se dicen con voz queda, pero en torno a ellas se despliega un poderoso silencio que inunda todo el recinto amurallado y os envuelve como un manto transparente. El tiempo y el espacio se curvan ligeramente bajo el peso de vuestras voces y de pronto ese lugar mundano donde os encontráis adquiere una dimensión especial. Una vieja mesa con tablero de mármol al fondo de un bar que ya no existe, el borde de tu cama bajo la débil luz de una lámpara de escritorio, el banco de una marquesina desierta donde nadie va a coger el siguiente autobús. La vida, con una inusual clemencia, os cede unos instantes de tregua para que habléis de lo que os haga falta, exhaléis un último “te quiero” y os deis fuerzas para levantaros, salir de la cúpula que comprimía el aire y los minutos a vuestro alrededor y volver a la vida que os queda. Puede que caminéis en paralelo durante un tiempo, o que toméis caminos separados. Sea como fuere, conservaréis para siempre, indelebles, señales de que os habéis querido. Eso es, quizás, lo más difícil de todo.
Podrías pensar que ahora es el momento en el que en la pantalla aparece “THE END” y todo se acaba, pero, si ya has pasado entonces por esto, no verás mucho más que un fundido en negro y, sin grandes ceremonias, empezará otra escena de otra serie. Saldrán nuevos actores, repetirán otros; seguramente el argumento sea distinto. Puede que tampoco necesites un papel protagonista y, como ella, prefieras tomarte un tiempo lejos de las cámaras. Mírala cómo se aleja, con una media sonrisa, pidiéndote que no la sigas esta vez y dándote las gracias con un silencio cómplice por haberla acompañado. Estará bien, confía en ella; ha vivido algo que valía la pena intentar. Si tú has aprendido algo en este tiempo a su lado, si te ha servido para mirar dentro de ti, si te has reconciliado con alguna de esas cosas de las que hace mucho que no hablas con nadie o al menos estás en ello, es prueba suficiente de que Fleabag nunca ha sido un monólogo. Ella te ha hablado a ti constantemente, en un divertimento que terminó por convertirse en terapia, sabiendo que podrías acabar implicándote. Igual que he hecho yo contigo, que llevas mirando todo este tiempo.
Mentiría si dijera que solo he hablado de una serie cualquiera sobre la vida de una chica cualquiera, porque Fleabag me ha marcado como un martillo marca una vieja escultura. Me hizo ver en mí grietas que no sabía que tenía y luego las golpeó sin piedad, se despidió con un beso suave mientras me resquebrajaba y me atravesó como el aire que entra a través de una ventana rota, desvaneciéndose. La misma noche en que terminó, después de llorar y agarrarme ese agujero que de pronto tenía en el alma, empecé a recomponer poco a poco los pedazos que se me habían caído por el suelo. Hilando palabras sin apenas darme cuenta, durante días y días, he podido reensamblar muchas de estas esquirlas aquí mismo, en este texto, mientras hablaba contigo. Ahora entiendo por qué ella hace lo que hace, mostrándose ante ti para construir en la pantalla un reflejo de sí misma que la ayude a entenderse mejor. Como ella, he depositado mi confianza en ti para hablar (de una forma que seguro es menos sutil de lo que creo) de cosas que normalmente no le cuento a cualquiera. Y aquí sigues.
Gracias de corazón por quedarte aquí hasta ahora, por interesarte por lo que cuento, por mirar. Y no te preocupes por mí si te recuerdo en algo a ella. De verdad que estoy bien. Estaré mejor.
It’ll pass.