No hay testigos inocentes

Mateo Trapiello
9 min readJun 17, 2021

Perspectivas, aprendizajes y preguntas de mi exploración en The Witness

El emperador Wu de Liang le preguntó al gran maestro Bodhidharma: “¿Cuál es el significado último de la santa verdad del budismo?”

Bodhidharma respondió: “Vasto vacío. No hay santidad.”

El Emperador preguntó: “¿Quién está aquí ante mí?”.

Bodhidharma respondió: “No lo sé.”

(Hongzhi Zhengjue, El Libro de la Serenidad)

En ciertas áreas de la epistemología, la rama de la filosofía que estudia cómo obtenemos y fundamentamos nuestro conocimiento de la realidad, se considera que observar no es un acto inocente. Estudiar cualquier aspecto de nuestro mundo es demarcar de forma inevitable una diferencia en aquello que queremos conocer y solo acoplándonos a esa diferencia producimos significados, pues el saber no es algo que exista y es descubierto, sino algo que se hace. Lejos del discurso positivista, para el cual solo el método científico podía otorgar verdades universales, autoras como Donna Haraway o Karen Barad defendían que no hay otra forma de desarrollar saberes que no sea desde la implicación, el posicionamiento y la articulación de todas las miradas que observan una misma realidad.

Creo que, entre otras muchas cosas que aún no comprendo ni es necesario que lo haga, The Witness es un juego sobre observar y aprender desde la subjetividad, y quizás no habría prestado tanta atención al énfasis que Jonathan Blow pone en el punto de vista de no haber estudiado esas teorías antes. Algunas de las pequeñas píldoras de la extensa cultura filosófica y científica de su autor, diseminadas por el mundo de un modo que cada vez me parece menos azaroso, acabaron de convencerme de que este juego podría entenderse en parte como un ensayo sobre el aprendizaje y la perspectiva. Al menos, eso creo después de cómo se ha reconfigurado mi cabeza en estas profundas horas de juego, explorando esta tierra sin otro propósito que comprender cómo funciona o, al menos, intentarlo.

Y es que, más que aparecer, estás en la isla de The Witness, participando sin siquiera quererlo de su maraña de reglas, mudas pero nunca injustas, inalterables desde que fueron fijadas en un momento impreciso. Como un sueño, nuestra presencia allí no tiene ni origen ni motivo, y el tiempo se comporta como un fluido heterogéneo, estancado y asimétrico: ruinas centenarias conviven con instalaciones industriales y terrenos en obras cuya construcción solo parece haberse detenido momentáneamente durante un mediodía de agosto; hay lugares y artefactos que parecen llevar años, quizá siglos abandonados, y rincones que hacen pensar que alguien ha pasado por ahí hace cinco minutos; en cualquier espacio se yerguen estatuas increíblemente vivas, congeladas en instantes y épocas dispares, quizá en mitad de diálogos que nunca llegaremos a escuchar; el mar es un espejo, la roca no se erosiona, la maquinaria no se oxida, la fruta no se pudre y el sol, clavado en el cielo, mantiene fijas las sombras que arroja; lo roto está roto para siempre y lo que no, está esperando a que lo pongamos en marcha.

Pero por qué.

Me confunde, y al mismo tiempo entiendo que es parte de la idea, cómo The Witness parece oscilar como un péndulo entre ser una obra universal y profundamente personal al mismo tiempo. Sus temas nacen del sincretismo, del intento de armonizar líneas de pensamiento muy dispares, pero ¿cómo encajan las ideas de un filósofo de la antigua China, un monje budista, un escolástico del Renacimiento y una líder espiritual new-age que podemos encontrar en las grabadoras diseminadas por la isla? ¿Qué sentido tiene que las soluciones garabateadas en papel, ocultas con evidente esmero, reproduzcan con igual facilidad un fragmento de una película de Andréi Tarkovski o de un programa de divulgación científica de James Burke? Tardé en dejar de pensar en la cita aislada, el vídeo aislado, el puzle aislado, pero comencé a vislumbrar los bordes del gran esquema. Entonces empecé a fijarme los puzles entre los puzles, los caminos ocultos a plena vista, que durante tantas horas había mirado sin ver; el perfecto encaje de figuras y siluetas que, separadas, carecían de sentido; el punto de vista como denominador común. La presencia constante de Jonathan Blow, que participa y se involucra en cada segundo que pasamos jugando. La epifanía.

Con cada pequeño (o inmenso) momento eureka que experimentamos al resolver un puzle, Blow parece querer trasladarnos las mismas revelaciones que tuvo durante los ocho años de desarrollo de The Witness, cuando veía que ciertas reglas nacían de otras sobre la marcha, no como fruto deliberado de su diseño sino como una consecuencia natural de las mecánicas que ya existían. Igual que, en cierto sentido, este juego se diseñó a sí mismo (como Blow llegaría a decir acerca de Braid, su aclamado debut), la solución de los puzles de The Witness parece surgir de la nada, pero nunca está realmente oculta. No existe un camino correcto, sino un abanico, más o menos amplio, de maneras de aplicar conjuntamente las reglas que rigen en cada momento; un abanico que siempre está presente, a la espera de que encontremos primero una perspectiva adecuada, porque la epifanía no es un hallazgo sino una creación involuntaria.

Llegas a un panel y te quedas mirándolo un minuto. Y cinco. Tratas de resolverlo por arriba, abajo, el medio. Diez minutos. Y veinte. Sales al exterior, lejos del panel y de ese sutil zumbido que pone a funcionar a un tiempo la maquinaria de tu cerebro y la del juego, intentando despejarte, a solas con el arrullo del viento entre los árboles y las minúsculas olas del mar rompiendo contra la arena de la cala. Vuelves dentro. Pasan treinta minutos. Y cuarenta. Y sesenta. Y sales del juego, porque no tiene sentido seguir forzando los engranajes por hoy, con la intención de dejar reposar el puzle pero sin dejar de verlo en tu cabeza, porque tras tantos intentos recuerdas fielmente dónde está cada casilla, cada obstáculo, dónde se indica cada regla. Vuelves al día siguiente con aire fresco y, de pronto, empiezas a ver ángulos en los que no habías reparado, perspectivas que no habías tomado, y en apenas unos minutos lo has resuelto, porque ya eras otro antes de volver a encender el juego y abrir los párpados frente al panel. Has cambiado dentro del juego, fuera de él y en el intercambio entre los dos planos. No lo has superado: lo has entendido.

¡Pero alto! — si “ahora comprendo el sistema” no dice lo mismo que “se me ocurre la fórmula…” (o “pronuncio la fórmula”, “la anoto”, etc.) — ¿se sigue de ello que empleo la oración “ahora comprendo…”, o “ahora puedo continuar”, como descripción de un proceso que ocurre detrás o al lado del de pronunciar la fórmula? […]

¡No pienses nunca en la comprensión como “proceso mental”! — Pues esa es la manera de hablar que te confunde. Sino pregúntate: ¿en qué tipo de caso, bajo qué circunstancias, decimos “Ahora sé seguir”? […]

Cuando él supo repentinamente seguir, cuando comprendió el sistema, quizá tuviera una determinada vivencia […], pero para nosotros lo que faculta al decir en tal caso que comprende, que sabe seguir, son las circunstancias bajo las que tuvo dicha vivencia.

(Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas)

Puesto que me he esforzado en conocerlos, en hacerlos parte de mi vida, creo que entiendo los puzles. Después de todo, llegué al final, ¿no? Y no sin ayuda, es cierto: en momentos de mucha frustración, en los que ni siquiera el gran consejo que Víctor Rodríguez me brindó era suficiente (“Ten en cuenta que algunos puzles se resuelven mejor cuando estás lejos de la pantalla”), hice preguntas, prudentes hasta la obsesión, a cambio del más distante atisbo de pista a un buen amigo que fue casi un sherpa durante mi aventura; algunas veces ni siquiera me hizo falta buscar la solución directamente, pues en el último momento la epifanía venía a mí, como si quisiera ahorrarme la pequeña derrota moral de obtener la respuesta en algún tutorial de YouTube o por medio de un WhatsApp desesperado. Hay secretos que aún no conozco, caminos a los que no sé acceder, recovecos que descubro para mi enorme sorpresa en senderos que creía conocer al dedillo, pero no me preocupa. No comprendo si hay una auténtica historia detrás de las estatuas que pueblan esta tierra soleada y apacible, si el interior de la montaña tiene una razón de ser, si Jonathan Blow es el creador omnímodo responsable de la gran maquinaria de la isla o si él es otro testigo más en un mundo que no es del todo suyo, si lo que he visto y vivido tras tantas horas ha sido real o no. Ahora no me preocupa nada de esto, pero hace no tanto sí.

Confieso que, al llegar al final, me sentí algo vacío, porque no obtuve respuesta a ninguna de estas preguntas cuando, a durísimas penas, con mucha más frustración, esfuerzo y prisa (quizá el peor enemigo que he podido tener en mi andadura) que en todas las horas anteriores, conseguí completar mi último puzle. The Witness celebró mi triunfo mostrándome todo cuanto había hecho en el juego, el progreso que había realizado y los cambios que había provocado en su mundo, solo para deshacerlo todo y devolverme al punto inicial, al oscuro pasillo en el que di mis primeros pasos; todo estaba igual, menos yo, que ahora redescubría con una nueva mirada tantas pequeñas cosas que siempre habían estado ahí pero que aún no sabía ver. Supongo que, tras haber sometido mi mente a tales esfuerzos, esperaba una gran revelación, alguna clase de apoteosis trascendente, pero siento que, de haber ocurrido así, The Witness habría fallado a todo aquello que lo hace especial y, a la larga, habría terminado por decepcionarme. Me costó aceptarlo, pero ahora creo que lo que Jonathan Blow quería hacer con su obra (o, al menos, lo que siento que esta experiencia ha hecho conmigo) era algo tan leve y poderoso como enseñarnos a mirar más, a mirar con atrevimiento, a mirar de otras maneras. Qué deberíamos mirar es algo que ni siquiera importa.

Por eso ese final secreto, invisible en nuestros primeros minutos de juego, resulta tan sumamente obvio cuando reiniciamos nuestro periplo que nos provoca una carcajada cómplice con el creador, de esas que nos hacen pensar que Blow nos mira con aprobación desde el otro lado del código, aplaudiendo nuestro momento eureka. No hay nada en esa extraña secuencia que sea especialmente clarificador, que desvele algún significado oculto de The Witness, pero sí me hizo ver la isla todavía de otra manera más. Años y años jugando nos hacen encarar cualquier videojuego casi como un enfrentamiento, como un problema que resolver, pero algunos de los rincones de la isla muestran que alguien ha pensado en ella como un lugar de reposo. Recorriendo ese extraño resort intersectado con la realidad lúdica de The Witness, pensé cuántos testigos habrían pasado por allí antes que yo, si también habrían apartado momentáneamente el desafío para convivir con los misterios de la isla, para dedicarse a contemplar, para no dedicarse a nada. Sin afán de entender, de descubrir, de transformar. Por algunos brevísimos instantes, el deseo se desprendió de mí y posé mis ojos sobre su mundo de otras formas, sin objetivos. El círculo se hizo imperfecto. Días después, salí finalmente de la isla, de los puzles, de la mente de Jonathan Blow y casi dejé de mirar, pero no de ver. Eso ya se quedará conmigo.

Así deberías ver este mundo pasajero:

una estrella al amanecer, una burbuja en un arrollo,

el destello de un relámpago en una nube de verano,

una lámpara titilante, un fantasma y un sueño.

(Sutra del Diamante)

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Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Vengo a hablar de cultura y a ponerme político. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”