Rezarle a la máquina

Persiguiendo un destello blanco

Mateo Trapiello
5 min readMay 22, 2023

“Humanity? I don’t see humanity anywhere, Otsdarva”

Wynne D. Fanchon (Reiterpallasch)

Los seres humanos ya no son la escala. Hace mucho tiempo que dejaron atrás este mundo para proyectar sobre él una sombra distante desde las alturas; ahora lo gobiernan el polvo de los escombros, el aire irrespirable y la extensión infinita de un mar inmóvil y llano como un espejo. Persisten solo voces sin cuerpo con nombres atronadores: Rosenthal, Interior Union, TORUS, Algebra, Global Armaments… Voluntades superiores que hablan en nombre de los que habitan en los cielos y emiten mandatos ominosos sobre la tierra. Tierra reducida a un puñado de estampas desprovistas de toda humanidad, un infinito campo de batalla sin fronteras, un escenario de tiempo congelado donde desatar un terror indescriptible que no llama a las lágrimas de nadie, porque solo lo sobrevuelan titanes de fuego y metal. Esta es una tierra de dioses.

Involuntariamente, pues nada humano queda sobre el suelo, los dioses de la devastación se rinden culto entre ellos. Acepten, ignoren o contradigan los mandatos de las voces corporativas, solo los NEXT ejecutan. Este erial es su dominio, su arbitrio solo habla el idioma de los misiles, los cañones láser y los destellos de los propulsores, y en esa lengua se escriben leyendas que se narran de piloto a piloto. El rango Collared es la jerarquía angélica y hasta los números más modestos blanden espadas llameantes. Pero ¿qué pasa conmigo, ese piloto atado con la correa de la Liga de Corporaciones, arrojado de un extremo a otro del mundo para matar por y contra ellos? ¿Soy yo también un proyecto de dios o solo manejo su esqueleto profanado?

Siguiendo el dedo de quienes agarran la cadena, llegué a una ciudad que no conocía a causar estragos entre máquinas desprotegidas, demasiado humanas para atravesar mi armadura de absoluto terror… Pero entonces aún no sabía de qué éramos capaces y solo deseaba la fuerza de las piezas. Cambié mis herramientas de destrucción para hacer de cada batalla un cuadro diferente, una nueva sinfonía de plomo contra hierro. Moldeé el cuerpo del coloso para cada situación, aprendí a hacerlo volar para surcar cielo y tierra esquivando el fuego; hundí flotas, asedié fábricas, incendié el mar, crucé valles y caminos en una inspiración… Comenzaba a sentirme por encima de esa humanidad de la que ya solo quedaban recuerdos, pero mi soberbia pronto se vio truncada. Ni siquiera el viento más rápido supera en velocidad al relámpago. Y al ver detenido mi vuelo en seco una y otra vez empecé a creer en algo más. No me vi como realmente era hasta que me crucé con un igual. La cáscara solo tomó consciencia de su cercanía a divinidad cuando fue aplastada por ella.

No es posible matar a un dios con la conciencia clara: es inasumible pensar en la debilidad de algo que tus ojos apenas alcanzan a ver pero saben, con claridad meridiana, que existe. Como un viento fugaz disipando la niebla, White Glint me hizo caer de rodillas y me mostró la verdad revelada antes de hundirme en las aguas, como un bautismo: los dioses no caminan entre nosotros, sino por encima de lo que éramos. Supe que nada podía hacerse contra lo innegablemente superior, así que tuve que nublar de nuevo mi mente para rozar con los dedos esa imposibilidad.

Mil veces me enzarcé con el destello blanco, persiguiéndolo en vano con la mirada mientras atravesaba el atardecer como aguja e hilo, pero poco a poco lograba acercarme más, arrinconarlo más, sospechar de un momento negativo en el que bucear. En uno de esos embates, nuestros veloces cuerpos se frenaron el uno al otro y el tiempo se ralentizó por un instante eléctrico. Cruzamos nuestra última mirada humana antes de regresar a luchar en nuestras alturas, pero el horizonte de lo posible ya había cambiado para mí. Embriagado, la frontera entre mi cuerpo natural y el gigante artificial se difuminó. Extinguí la luz del guardían, vencí sobre un campo de batalla del que creí que jamás saldría y volqué de nuevo mi fe en otra cosa: mi propio dios de metal.

Temor, rabia, frenesí y soberbia se trenzarían anárquicas en mi avance, cada vez más imparable, hacia… Hacia mis siguientes enemigos. Lo que viniera después. Lo que me plantase cara.Daba igual. Una maraña de nombres hablaban por otros nombres y yo hice oídos sordos a todos ellos, creyéndome (o, peor aún, sabiéndome) por encima; aliados y enemigos protagonizamos en compañía actos atroces sin asistir jamás al recuento de daños. Tardé mucho tiempo en entender que no luchábamos por las corporaciones ni por romper con el sistema que había elevado al cielo a los ricos y abandonado a su suerte a todos los demás en un planeta muerto. Ya no quedaba nada sobre lo que sentirse superior, nadie que alabase nuestros milagros o suplicase nuestra clemencia… salvo nosotros mismos.

Dioses de otros dioses, fe medida por las armas. Borracho de poder, les di caza a todos, uno por uno: acumulé las radiografías de sus almas, descubrí cómo eran por dentro, desprecié los trofeos de guerra que saqueé de sus cuerpos inmóviles. Kingfisher (¡cómo pudo su nombre ocultarse ante mí durante tanto tiempo!) y yo ya éramos la misma criatura definitiva, una flecha que aniquilaba leyendas sin encontrar obstáculo para escribir la suya a golpe de gatillo, una idea afilada dirigida hacia el rango 1. Hacia…

Repetir. Horadar la misma tierra quemada. Fijar objetivos más rápido, disparar mejores ametralladoras, atacar más y recibir menos. Facturas más abultadas. Mejores piezas, un titán más perfecto. Otro engranaje en la máquina de guerra de un capital sin cabeza que solo sabe devorar y, cuando no pueda crecer más, monetizará el devorarse a sí mismo. Consciente de todo esto, pero incapaz de salir del bucle, magnetizado por el frenesí, porque ya no libro combates sino masacres. Nada puede igualarme, nada puede pararme. Soy el último dios, su existencia es tan real como la luz abrasadora del sol. No puedo negarlo y por eso temo su cólera.

Maldigo la hora en la que crucé la mirada con White Glint y empecé a creer en algo más.

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Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Vengo a hablar de cultura y a ponerme político. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”