Sekiro, o la fría superficie de la perfección [Almas Examinadas #6]

Lo que se queda por decir entre el chocar de los filos

Mateo Trapiello
33 min readJun 20, 2024

Así pues, condeno al último inmortal.

Espero que viváis y que aceptéis lo que significa ser humano.”

El Escultor del Templo Desolado no es un hombre amable. Es un ermitaño silencioso que se comunica con frases bruscas, obsesionado por tallar inquietantes Budas con su única mano. Siempre encorvado entre las sombras, absorto en a saber qué oscuros pensamientos, cuesta decir si es un hombre o una bestia, pero su humanidad aflora en momentos inesperados. Fue él quien rescató a aquel shinobi moribundo, curó sus heridas e implantó una prótesis en su brazo amputado; cada vez que el espadachín regresa al Templo para que el Escultor ajuste su herramienta, él lo despide con una palmada en el hombro antes de verlo marchar a ejecutar su venganza. La médico Emma lo visita a menudo y lo trata como un padre, y entonces la fachada del ermitaño se quiebra y revela la oscura culpa con la que carga. Desde que los fuegos de la guerra volvieron a asolar los montes de Ashina no se ha vuelto a ver al Escultor, y se dice que el shinobi aún regresa al templo vacío para arreglar su propio brazo, agazapado, y palmea su propio hombro antes de partir de nuevo.

La escala humana es la base indiscutible de Sekiro: Shadows die Twice. De un modo u otro, toda la saga Souls habla de lo humano, pero a menudo por comparativa con algo superior: un destino impuesto hacia el que caminamos sin remedio, una fuerza inconmensurable que desafía nuestra propia comprensión o la posibilidad de romper con nuestros propios límites. Todas estas cosas existen y definen sus contornos, pero este juego no existiría sin un manifiesto y férreo compromiso con cerrar el foco sobre la humanidad y la lucha encarnizada por su dignidad, sus ambiciones y sus anhelos. Suele recordarse Sekiro como el título más perfecto y afilado que haya pergeñado nunca el equipo de Hidetaka Miyazaki, pero este acercamiento suele soslayar que el núcleo duro de sus mecánicas (el combate de choque de espadas que se convirtió en clásico instantáneo) son solo algunos de los hilos de la urdimbre, prieta y uniforme, que compone este tapiz excelso. Y, aun así, tan perfecto resulta en su artesanía y ejecución, tanto puede llegar a epatar la orfebrería digital de FromSoftware, que nuestra mirada y nuestras manos pueden terminar por resbalar sobre su superficie y desdibujarlo en nuestra mente. ¿Quizá no sea porque Sekiro tenga grietas, sino un síntoma de perfección?

Vientos de cambio

Tal y como Hidetaka Miyazaki había expresado abiertamente, Dark Souls III supuso el final de la saga y un cambio de ciclo en el estudio, pero en honor a la verdad esta nueva etapa se había inaugurado mucho antes. Terminando The Old Hunters, DLC de Bloodborne, en FromSoftware empezaron a proyectar una IP con una nueva jugabilidad que se apartara de la fórmula Souls y cambiase los usos de la fantasía medieval a la que ellos mismos se habían acostumbrado por una inspiración histórica con tintes sobrenaturales. De esta intención experimental nacerían dos desarrollos paralelos (algo habitual en un estudio donde no existe una división dura entre equipos), cuyo vínculo más fuerte no radica en su parecido, sino en su desemejanza.

Es natural considerar a Déraciné como un título menor en la trayectoria de la compañía. Una aventura point-and-click pausada y contenida, exclusiva de PlayStation VR, no encajaba con los cánones de acción intensa y mundos por descubrir a los que sus fieles estaban acostumbrados, pero este título demostró ser no solo un necesario punto de inflexión, sino una influencia para lo que vendría después. Siguiendo la estela de Demon’s Souls y Bloodborne, la alianza con Sony ofrecía a From una suerte de laboratorio donde ensayar libremente con conceptos creativos y herramientas técnicas ajenas a su zona de confort. La idiosincrasia de la realidad virtual, la novedad del género para el estudio, el carácter reducido del proyecto y la prioridad de lo narrativo sobre lo mecánico dieron un vuelco al modus operandi de estos desarrolladores: no solo se vieron obligados a enfrentar problemas que anteriormente habían sorteado (como la animación de expresiones faciales), sino que encontraron “una enorme cantidad de inspiración [al trabajar] desde un ángulo totalmente diferente”, con lo que muchas dificultades en un título podían resolverse con ideas planteadas para el otro. “Aunque la dirección simultánea te mantiene muy ocupado”, diría Miyazaki, “la razón por la que estoy dispuesto a emprenderla es la abundancia de inspiración única que puede aportar. […] Fue una experiencia muy motivadora tener este torbellino de pensamiento con la cabeza ocupada en dos juegos totalmente diferentes”.

Ese proyecto diametralmente opuesto, un juego de ninjas ambientado en el Japón medieval, se toparía con la difícil tarea de apelar al público de los Souls sin dejar de marcar distancia con un pasado al que no deseaban explotar más, por el bien de su propio legado. La base histórica sería el período Sengoku, la era de los estados combatientes, que Miyazaki escogió por sus sangrientos conflictos pero también por la belleza que podía extraerse de su misticismo medieval. Cabe sospechar que ese otro título tan distinto, el germen de lo que sería Sekiro, podría haber empezado también como un título pequeño, dado que FromSoftware lanzó su pitch en forma de propuesta abierta, pero quien recogió el guante fue el gigante Activision. Como consecuencia, la producción experimentó un salto cualitativo respecto a obras previas, pero si su desarrollo pudo compatibilizarse tan bien con el de Déraciné es porque marcó un claro retorno a las raíces creativas más profundas de Miyazaki: la inspiración de Fumito Ueda y su diseño por sustracción. En lugar de desparramar las posibilidades que ofrecían la experiencia y los recursos de los que gozaban en ese momento, el estudio decidió hacer más con menos, estrechar el círculo y profundizar. Como un heredero de Bloodborne, pero aún más radical, Sekiro: Shadows Die Twice habitó con autoridad la diferencia que lo separaba de sus pares y se dedicó a pulir el diamante que estos le habían legado hasta hacerlo irreconocible, pero igualmente brillante.

Una extraña alianza

De todos los desarrollos de From, el de Sekiro: Shadows Die Twice seguramente sea el menos místico, porque es el más documentado. Ningún título de la saga hasta la fecha había tenido tanta cobertura (y, por ende, generado tanta expectación), y pese a las muchas cejas que hizo arquear entre el público la presencia de Activision, aquí no hay dudas de que el juego que existe es el que el estudio quería hacer. Cuando el publisher se interesó por la propuesta del estudio, invocó la historia compartida por ambas firmas en torno a Tenchu, saga de ninjas y sigilo en la que podría encajar el planteamiento de From, pero cuanto más avanzaba el desarrollo, más se distanciaba de aquella IP. La ambientación histórica empezó a nutrir el mundo de leyendas y mitos que Miyazaki y compañía abrazaron, iniciativa que Activision, deseosa de expandir su mercado habitual, apoyó en todo momento. Según el productor Yasuhiro Kitao, el publisher marcó una gran diferencia en áreas que el estudio no consideraba su especialidad, como la experiencia de usuario, el quality assurance o el marketing. Además de aportar sus ingentes recursos técnicos, Activision daba su feedback de forma regular pero siempre respetando que From tuviera la última palabra acerca de sus consejos. Asimismo, su apoyo técnico fue inestimable para plasmar ese misticismo que nace de un entorno eminentemente realista: el rico detalle de la arquitectura o la verosimilitud de los espacios naturales hacían tangible y refrescante la interacción con un mundo vibrante, donde hermosura y tragedia se trenzan inseparables.

Ashina es un pequeño estado guarecido por altas montañas, hogar de una antigua cultura e independiente gracias a una rebelión. Las prácticas religiosas sintoístas y budistas florecen sobre un arraigo de cultos y saberes heréticos, codiciados por potencias que vuelven a invadir esta tierra de forma lenta, pero constante; por eso ha cortado físicamente sus puentes con el exterior y vive en una calma tensa, preparada para una guerra que nos es del todo ajena hasta el propio final, pero cuyos símbolos (el fuego, la traición) han estado presentes antes incluso de los eventos centrales de la obra. Es una tierra en desgracia, pero no marchita como era costumbre en Dark Souls, sino que se yergue orgullosa a pesar de sus fracturas, a través de las cuales podemos atisbar cuán profundas llegan a ser sus raíces. La banda sonora de Yuka Kitamura (que por primera vez se extiende fuera de las arenas de los jefes para ambientar la exploración y el combate en campo abierto) cambia el lenguaje de la grandiosidad fantástica por una instrumentación más arcaica y salvaje, incorporando instrumentos japoneses tradicionales para invocar “este período de ruina y desesperación a la vez que se exploran elementos de esta antigua belleza japonesa, esa suerte de tradición ancestral y aspectos religiosos” de budismo esotérico.

Los mayores cambios, no obstante, se dieron en lo narrativo y emanaron de Hidetaka Miyazaki, que consideró que debía poner de lado las peculiaridades de su escritura para no terminar aburriendo a las jugadoras. Redobló la apuesta de la escritura colaborativa, en un acercamiento que consideró no solo refrescante, sino más útil para la comprensión de la historia por parte del equipo. “Antes no necesitaba comunicar del todo […] la historia, todo estaba en mi cabeza y podía escribirlo como quisiera, dejando que la gente la recompusiera. Pero, al compartirla con otros miembros del equipo, puedo verla bajo una luz más clara.” El mundo sigue teniendo un trasfondo narrado a través de secretos dispersos, pero el peso de la historia se desplaza hacia los personajes, fiel a esa filosofía de focalizar los esfuerzos y profundizar más. Al final, la razón de mayor peso para alinear a Sekiro con el resto de sus congéneres es que encarna el afán del estudio por “abrazar de todo corazón lo que sentimos que es interesante […]. Parte de esas cosas, sentimos, puede desviarse de lo que se considera apto para las masas. Esa naturaleza ‘heterodoxa’ podría ser lo que liga nuestros juegos y nuestra cultura.”

El lugar que ocupa el lobo

Sekiro tiene un botón de pausa. Hay infinidad de razones más profundas por las que este juego se desmarca de casi todo lo que la saga Souls (Bloodborne incluido) hizo antes, pero no hay nada tan esencialmente distinto de sus hermanos como poder pausar la acción con un simple clic. Puesto que desde Demon’s Souls estos videojuegos fueron pensados con la interacción online asíncrona presente, la acción debía desarrollarse de forma ininterrumpida; una razón técnica que alimentó las enervantes y elitistas narrativas del “git gud” y que, en un 2019 más moderno y experimentado para el estudio, desaparece sin pena ni gloria porque la dificultad nunca estuvo ahí. Desde el inicio de la aventura existe el viaje rápido entre puntos de guardado y un objeto que permite regresar a este sin coste alguno, porque la dificultad nunca estuvo ahí. Las mecánicas fundamentales del juego se presentan claramente a través de tutoriales y clarificaciones explícitas porque la dificultad nunca estuvo ahí. En Sekiro podemos volver a la vida después de morir porque la dificultad nunca estuvo ahí.

Ni en su género, más próximo al género de acción y aventuras que al JRPG de acción al que estábamos acostumbradas, ni en su narrativa, más directa y asentada en sus personajes, ni siquiera en la estructura de su mundo o sus combates podemos encontrar coincidencias fidedignas con lo que sea que llamemos “ADN Souls”, entendiendo este como un conjunto de normas y costumbres sobre el cual iteraba cada entrega. Hasta entonces, Bloodborne había marcado la mayor diferencia en la serie: el paso de un acercamiento jugable metódico y cauteloso a uno instintivo y feroz no se limitó a las mecánicas de combate, sino que afectó fundamentalmente todo el diseño narrativo y jugable. Bloodborne se asemeja a Sekiro en la destilación de los principios de la saga y el refinamiento de un combate más proactivo, pero ahí acaban los vínculos evidentes. Si queremos saber qué hace a Sekiro lo que es podríamos empezar por aquello que nos vincula directamente al mundo de Ashina: nuestro protagonista.

Aunque no tenga un nombre propio, es incuestionable que el Lobo es alguien en este mundo. No en términos sociales, pues un vasallo sin señor vale solo lo que pueda hacerse respetar por su espada, sino porque tiene un pasado determinante y una motivación clara. Nuestra relación con los avatares de los Souls era casi inmediata (en tanto que representaban el desconocimiento y la vulnerabilidad de la jugadora, que se embarcaba en tierra hostil sin propósito y en constante inferioridad), pero la naturaleza de este protagonista es mucho más rígida. El Lobo es un shinobi que busca a su señor, un joven llamado Kuro que desciende de un linaje divino, y quiere vengarse de Genichiro, líder del clan Ashina, quien secuestró al chico cobrándose el brazo izquierdo de su protector. Podremos influir en algunos de sus pasos, pero el camino del ninja siempre estará marcado por su código de hierro y por los objetivos que persigue. No es la traslación de la jugadora al espacio interactivo, sino un personaje con su propia identidad que nos abre la puerta a su historia y, de forma inseparable, la de este mundo.

Lo que antes podíamos personalizar al detalle en nuestro avatar es ahora invariable, pero cargado de significado: su raído atuendo (que viste desde su infancia, cuando el maestro shinobi Búho lo encontró hambriento en un campo de batalla) podría hacerlo pasar por un un monje mendicante a la vez que oculta una armadura sangu; su katana, Kusabimaru, es una preciada posesión que recibió de Kuro, mortífera no por poderes mágicos sino por la habilidad de su portador. Incluso en aquellos aspectos donde antes podíamos ejercer nuestra libertad para equivocarnos, Sekiro se muestra inflexible: el Lobo conoce el mundo que habita y por eso nunca caerá al vacío solo por caminar en su dirección, ni dañará a alguien aunque ataquemos porque sabe cuándo envainar su sable y contra quién blandirlo. Su andar silencioso con la postura gacha, su forma de caer sin hacerse daño, su habilidad para trepar como un mono o correr como una gacela sin cansarse, sus rítmicos combos de tajos interminables… Todos esos detalles invisibles no están ahí como una compensación de todas las dificultades que los Souls nos habían impuesto injustamente, sino para hablar de quién es nuestro protagonista y de la clase de desafíos que vamos a enfrentar. Desafíos que no son exactamente como los esperamos y, por tanto, han de presentarse de una nueva forma.

Empezar un Souls cualquiera suele desarrollarse de la misma forma: tomamos el control in medias res, obligadas a navegar un espacio relativamente pequeño pero ya habitado por peligros reales, una representación a escala de lo que vamos a encontrar cuando empiece la aventura “de verdad”. Escritos en el suelo aparecen mensajes con controles básicos, suficientes para despachar a rivales débiles o directamente inertes. Finalmente, topamos con una amenaza seria para la que no tenemos bien el conocimiento, bien las herramientas para derrotarla, así que nuestra derrota está prevista. Sekiro: Shadows Die Twice arranca de forma similar, con un Lobo que ya ha fracasado y que solo encuentra la voluntad para salir del pozo (literalmente) cuando le hacen saber que su señor aún vive; deberá salir bajo la luna llena a encontrar a Kuro sin ser visto, recuperar su arma y despejar el camino para escapar de Ashina junto a su señor. Durante todo ese camino se mostrarán en pantalla tutoriales detallados para las diferentes acciones de combate y sigilo antes de que podamos ponerlas en práctica, y no dejarán de aparecer hasta que hayamos visto todas y cada una de las mecánicas con las que tendremos que lidiar. Esta maniobra, tras la cual se apreciaba la mano de Activision, no sentó bien a algunos puristas, bien por su presentación molesta (las notificaciones son intrusivas y no pueden desactivarse, pero tampoco se archivan para revisarlas en un momento futuro), bien por su aparente contradicción con las formas de proceder habituales de FromSoftware en lo relativo a la dificultad. Pero ese es el quid de la cuestión: Sekiro no es un Souls y necesita que juguemos de otra manera, algo que no nos exige desde el subterfugio, sino desde la claridad y la paciencia. Empezamos nuestra andadura sin un arma en las manos porque primero debemos aprender a caminar.

Para FromSoftware, el concepto del ninja iba de la mano de la libertad de movimiento, y eso obligaba a reinventar la navegación de espacios tridimensionales. Miyazaki sostenía que el diseño de niveles de los Souls estaba “confinado” a las exigencias de escalerillas y atajos que sorteasen el mandato de la dimensión vertical, un “sistema de una sola dirección” que atrapaba a las jugadoras en atolladeros de donde solo podía salirse escapando hacia adelante. La movilidad del Lobo sería, para Miyazaki, “una gran liberación” de aquella opresión, al permitirnos explorar el espacio abierto libres de las ataduras de la gravedad por medio de una genial adición: el arpeo. Integrado en la prótesis, el Lobo puede lanzar este gancho con cuerda para colgarse de ramas de árboles, cornisas, esculturas e incluso adversarios en el momento preciso, eludiendo la muerte por centímetros para lanzarse de vuelta a la acción como si fuera lo más natural del mundo. El escenario había sido siempre un enemigo, que beneficiaba a sus habitantes y sorprendía traicioneramente a la aventurera más curtida, pero ahora es un aliado. Gracias a las capacidades motrices del Lobo (y por medio de un control finísimo y responsivo), el diseño fomenta una dinámica “natural que permite a la jugadora observar a los grupos enemigos desde lo alto”, incentivando “acercamientos más reflexivos y estratégicos” y permitiendo el uso de “un amplio abanico de herramientas posicionales” para controlar el ritmo de los encuentros. En Sekiro, por primera vez, es la jugadora quien caza a los incautos sin salir de las sombras, pero incluso el shinobi con más recursos tiene que estar preparado para luchar frente a frente.

Hidetaka Miyazaki insistía en que los dos pilares de la lucha en Sekiro: Shadows Die Twice eran el dinamismo, encarnado en las nuevas mecánicas de movimiento y control del espacio, y la intensidad del choque de espadas. Las montañas de Ashina ofrecen al Lobo muchas atalayas desde las que estudiar a las tropas enemigas, pero el combate se libra exclusivamente en las distancias cortas. Victoria y derrota ocupan un mismo y angosto espacio, el de los filos de las katanas que separan a los adversarios, que cumplen una doble función de ataque y defensa. La salud se regenera con una calabaza de agua curativa análoga al viejo frasco de Estus (usos limitados, se recarga al descansar en un Ídolo del Escultor, podemos aumentar el número y poder de sus curaciones…) y la stamina desaparece de la ecuación, pero en su lugar aparece otra variable: la postura, que determina cuánto pueden mantener la guardia el Lobo y sus oponentes frente a los ataques. Si la postura rebasa su límite, avatar y enemigos quedan expuestos a un golpe mortal, con lo que nuestra prioridad se divide entre ambas variables. La forma de mantener la postura es desviar los ataques del enemigo antes de que impacten, una mecánica sumamente poderosa que solo exige pulsar un botón, pero reclama atención y un drástico cambio de mentalidad.

El arduo reaprendizaje

En las entrevistas al equipo de desarrollo se recurre con frecuencia al concepto onboarding, que podría traducirse por “incorporación”; concretamente, de la jugadora a este nuevo sistema de reglas. A tal efecto se introdujeron los tutoriales, no como un ejercicio de condescendencia, sino para transmitir toda esta nueva gramática de mecánicas y recursos a personas que bien entrarían con la perspectiva de Dark Souls o Bloodborne, bien se aproximaban a Sekiro desde el desconocimiento total. La aplicación mejor integrada de estas ideas es Hanbei, un NPC del Templo Desolado con el que podremos practicar fundamentos de combate. Apodado “el Inmortal”, Hanbei es un viejo guerrero maldito con la no-muerte y que ofrece su cuerpo para servir de ayuda al Lobo, quien quizás pueda encontrar un remedio para su aflicción durante sus viajes. A la vez que habla del mundo de Sekiro, la existencia de Hanbei invita a las jugadoras a tomarle el pulso a este nuevo combate en un entorno seguro. Desmarcarse de un sistema de combate conocido fue difícil para From, reconocía el diseñador jugable jefe Masaru Yamamura, pero también un cambio emocionante, y deseaban invitar al público a un acercamiento nuevo que les permitiera disfrutar de esta nueva experiencia. “Una vez que las usuarias asimilen y dominen la técnica del desvío [no solo] harán daño con sus propios ataques, sino que cuando reciban un ataque enemigo podrán aprovecharlo en su beneficio.” He aquí que se revela cómo, en el núcleo de su combate, Sekiro: Shadows Die Twice tiene menos que ver con un título de acción y más con un juego de ritmo.

Interiorizar el desvío es más difícil de lo que pueda parecer: aunque una no-muerta aventajada podría pecar de soberbia al confundir el desvío con el parry, el parecido es puramente nominal. Ambos tienen un timing exigente y niegan el daño del ataque enemigo, pero mientras que el parry recompensaba la habilidad de la jugadora con una gran ventaja táctica (coronada por una animación y sonido satisfactorios), detrás del desvío no hay pausa, sino otro nuevo ataque que desviar. La recompensa es la misma, el golpe mortal, pero el camino es mucho más árido: solo desviando ataques de forma sostenida se puede romper la postura del enemigo, pero desviar fuera de tiempo equivale a bloquear, lo que juega en contra de nuestra propia postura (igual que al absorber un espadazo con un escudo). Tal es la exigencia de esta mecánica, pese a su ubicuidad, que es fácil caer presa del nerviosismo, machacando L1 y R1 arrítmicamente, esperando que al menos alguna arremetida rival sea detenida y al menos algún ataque propio encuentre un hueco para conectar. Y lo cierto es que, en los primeros compases del juego, ese acercamiento funcionará. Dado que el Lobo es tácticamente superior a sus adversarios y su control general es fino y poco exigente (recordemos que ahora es posible correr, saltar, lanzar el arpeo o atacar sin vigilar la stamina), combatir casi como en un Souls es suficiente para pasar el corte. Esto tendrá una contrapartida en el futuro, pero por el momento deja espacio mental para continuar con la lista de cosas que son casi como antes.

Una de las escasas constantes en la saga Souls es su tratamiento de la experiencia: llamémoslas almas o ecos de sangre, aquello que obtenemos al derrotar enemigos no se puede almacenar, solo usarse, perderse al morir o desaparecer definitivamente si no llegamos a reclamarlas al sitio donde habíamos caído. Sekiro rompe esa costumbre monolítica de muchas maneras, empezando por separar dinero y experiencia. Los sen pueden almacenarse comprando monederos y la experiencia va llenando progresivamente una barra hasta generar un punto de habilidad; no obstante, todo el “efectivo” en nuestro haber se partirá a la mitad al morir sin posibilidad de recuperarlo, a no ser que Buda interceda a su favor y volvamos a la vida sin consecuencias. El efecto en cadena que generan estas diferencias a priori menores obedece a la nueva lógica que Sekiro trata de implantar en la jugadora. Antes, el uso de las almas exigía una cierta planificación: ¿qué necesito más en este momento: subir los atributos necesarios para un hechizo, mejorar mi armamento o adquirir un objeto clave? Sekiro sabe que va a introducir muchas novedades y por eso lo pone fácil: los sen pagan consumibles y objetos varios, la salud y la postura aumentan con cuentas de oración, el poder de ataque solo se mejora con recuerdos de combate de jefes (los muchos minibosses repartidos por el mundo otorgan otras recompensas) y los puntos de experiencia conceden habilidades en los árboles que iremos desbloqueando: mejoras varias de salud y postura, bonificaciones pasivas, contraataques especiales, técnicas de combate de diversas escuelas… El abanico de recursos es variado pero no excesivo, porque su intención es que la jugadora pueda desbloquearlo todo.

“[En títulos anteriores] tener que potenciar unos parámetros sobre otros implicaba que, si te topabas con un enemigo duro con su propia gramática estratégica (como una debilidad específica) [las jugadoras] tendrían que volver sobre sus pasos para [solventarlo]. Tener esto en forma de habilidades e ítems que adquieres gradualmente les permite especializarse en todo, hasta convertirse de verdad en ese shinobi polifacético […].”

Más allá de aligerar la problemática de las estrategias dominantes, Sekiro pretende que la jugadora vaya haciéndose con todos estos recursos para enfrentar cada situación de la forma más óptima con un margen de expresividad. Un buen ejemplo son las herramientas de prótesis: repartidas por el mundo hay una serie de armas y herramientas que el hábil Escultor puede incorporar a la maravilla mecánica que es el brazo protésico. Desde shuriken y diversas armas de filo hasta rarezas como petardos, plumas de un ave legendaria o un dedo humano, estos objetos se adaptarán a las reglas de combate shinobi, que acepta todo de triquiñuelas para salir airosas de un encuentro. Llevando al extremo las armas con truco de Bloodborne, también con su mezcla de extravagancia y verosimilitud mecánica, las herramientas de prótesis destacan en situaciones concretas (rango, evasión, romper defensas o explotar debilidades concretas…), pero ninguna es eminentemente mejor que las otras, y su árbol de habilidades propio permite integrarlas en el combate de espada, salvando la brecha entre el apoyo situacional y las condiciones de victoria. El productor Yasuhiro Kitao señalaba cómo estas nuevas formas de progresión ayudan a afinar los encuentros a la medida de todas las jugadoras. “[…] En palabras del propio Miyazaki, podrías pensar en los Souls previos como algo que se expande lateralmente, añadiendo amplitud a las diversas opciones y builds. Si eres un protagonista shinobi fijo, experimentas una sensación de progresión, de construir tu propio personaje y encontrar tu propio estilo, experimentando a lo largo del juego.” Pero aquí cabe hacer una pregunta insidiosa: ¿realmente es posible experimentar en Sekiro?

Nadie lo dijo mejor que Jacob Geller: “Sekiro es un juego sobre seguir instrucciones.” Aquí no hay atajos: no hay un arma secreta más poderosa, no hay stats que debamos priorizar sobre otras, no hay farmeo que valga para desbloquear una habilidad que resuelva el combate por nosotras. “O eres capaz de seguir las instrucciones o no”. Jugar Sekiro como un Souls es no seguir las instrucciones, y aunque decíamos antes que es posible forzar esa mentalidad en este esquema, cada vez veremos que ese modelo flaquea más, que el sigilo es suficiente para limpiar las áreas de enemigos lentamente (un condicionamiento de juego que habremos aprendido sin siquiera percatarnos) pero que ante un jefe sufrimos lo indecible… Y entonces llegamos a lo alto del castillo Ashina, a rescatar por fin a nuestro señor Kuro, y reaparece Genichiro para decirnos que no sabemos jugar. Usaremos todas nuestras tretas, trataremos de engañarlo con trucos de shinobi arrojados en cualquier momento por puro miedo, pero la disciplina samurai del clan Ashina atraviesa la niebla de nuestros engaños y nos sume en una vorágine de tajos y flechazos, una y otra vez.

“Diría que el atasco más aterrador no tiene que ver con puzles o recursos. Solo se trata de habilidad. ¿Qué pasa, nos dijimos todos seguramente, si sencillamente no soy lo bastante bueno para superar esto? No es un tema de preparación o conocimiento, sé lo que tengo que hacer y sencillamente no puedo. Ese es el miedo que blande Sekiro.” Con miedo, flaqueamos. Por dudar, fracasamos. Nada parece funcionar. Efectivamente: estamos atascadas. Hemos muerto.

Aguas estancadas

Cuando el Lobo despertó en el Templo Desolado, el Escultor realizó una inquietante observación: “Parece que te cuesta morir.” Una escueta alusión que el propio ermitaño deja correr y en la que no volveremos a reparar hasta que no veamos morir al Lobo por primera vez… solo para levantarse de nuevo segundos después. Desde una noche aciaga de la que no guarda recuerdo, por sus venas corre el Acervo del Dragón, una herencia del abolengo celestial que permite a sus poseedores evitar la muerte y que le fue concedida por su señor Kuro cuando el shinobi sufrió una herida letal y traicionera. Tras ser asesinado, el Lobo tiene una segunda oportunidad de volver a la vida antes de sucumbir a la muerte “definitiva” (que paga con esa partición salomónica de dinero y experiencia) y reaparecer ante un Ídolo del Escultor para enfrentarnos a las consecuencias de nuestro regreso. En Ashina hay muchas formas de inmortalidad y todas tienen un precio, arraigado en la tradición mística y religiosa japonesa.

En el sintoísmo se llama kegare a un tipo de impureza espiritual contraída por contacto con circunstancias naturales, como la muerte o la enfermedad, pero que se considera igualmente contagiosa. Desde la polución provocada por las armas de partículas Kojima en Armored Core 4 y For Answer hasta los Sangrevil o la persecución de las sabandijas en Bloodborne, el kegare ha marcado temáticamente la obra de Miyazaki y se ha encarnado en un símbolo común: el estancamiento. Aparece de forma explícita en el pantano putrefacto del Valle de la Corrupción de D’sS, pero también en la insostenible repetición de una historia descompuesta que todos los Souls encarnan, porque Miyazaki siempre ha defendido la necesidad de romper un ciclo viciado por ignota que sea la alternativa.

En Sekiro, nuestra resurrección constante apareja un coste más elevado que el sacrificio de nuestras posesiones, pero que no sufrimos nosotras. El kegare también afecta a quienes nos rodean: cuanto más resucitamos, más se extiende entre aquellos personajes con quienes interactuamos una enfermedad llamada dracogripe, efecto del estancamiento de una muerte que nunca recae en nosotras y se acumula hasta desbordarse. Puesto que es una mácula espiritual, el kegare limita el porcentaje de ayuda invisible de Buda (reduciendo la posibilidad de conservar nuestro dinero y experiencia tras la muerte), pero las víctimas de la enfermedad la sufren en sus propias carnes: la tos y la debilidad les impiden hablar, truncando así cualquier questline asociada y estancando su futuro (y el nuestro) en el juego. La resurrección y sus consecuencias jugables están más integradas que nunca en la diégesis y su presentación refuerza al mismo tiempo la centralidad del componente humano y el profundo cimiento folclórico de Ashina.

Miyazaki terció que Sekiro está arraigado en la realidad del período Sengoku, pero que esa historia sirve como punto de partida para que el estudio desarrollara sus propias ideas. De esta forma, donde antes FromSoftware planteaba fantasías con múltiples inspiraciones, aquí revitaliza la mitología nipona desde sus bases folclóricas y religiosas, mostrando “un lado oculto del mundo que nuestro protagonista ninja puede explorar, pero que la gente común no conoce.” Ritos mortuorios, supersticiones, leyendas, costumbres, sacrilegios y maldiciones… lo mundano y lo espiritual se entretejen en ese gran tapiz que, poco a poco, se va revelando ante los ojos del Lobo. Una nota en un santuario advierte de que, en una gruta cercana, un viejo guerrero decapitado aún se mantiene en pie, envuelto en el terrorífico brillo violáceo de las apariciones; en las profundidades del castillo hay una red de mazmorras llenas de cadáveres renqueantes incapaces de morir del todo, fruto de siniestros experimentos; más allá, en lo alto del monte Kongo, los monjes del templo Senpo se han alejado de las enseñanzas de Buda y buscan la iluminación dejándose parasitar por ciempiés que les conceden una retorcida vida eterna. La inmortalidad está mancillando esta nación de kegare, pero Genichiro sigue rogando en vano a Kuro que le conceda el Acervo del Dragón para salvar su patria. La determinación del samurái es absoluta, pero eso lo hace aún más semejante a nuestro shinobi inmortal. Entonces, las piezas empiezan a encajar.

Mientras Genichiro esperaba en su azotea, hemos explorado y descubierto, hemos combatido y hemos sido recompensadas, y para cuando nos decidimos a intentarlo de nuevo sentimos que algo ha cambiado. Quizá tengamos un par de nuevas habilidades o algún nuevo truco en la manga, pero somos nosotras quienes hemos cambiado nuestra mentalidad. Combatir contra él sigue siendo arduo, porque sus movimientos (merced al trabajo de fina relojería que FromSoftware aplicó a las animaciones de todos estos personajes) son tan limpios como engañosos, algo que lo aproxima aún más a las triquiñuelas de ninja con las que intentamos confundirlo y explotar sus debilidades. Con algo de suerte, la cura de humildad de la katana nos habrá quitado la vergüenza de mirar en internet cómo derrotar al maldito jefe, y seguramente solo por ver cómo otras personas juegan y lo derrotan empezaremos a creer que es posible.

Poco a poco, Genichiro deja de ser nuestro enemigo y se parece más a nuestro igual, un reflejo de lo que queremos conseguir como jugadoras. La reacción frenética a sus constantes embates se convierte poco a poco en una lectura veloz, pero metódica, de sus movimientos del rival como instrucciones, y de los nuestros como respuestas (correctas o incorrectas) a ellas. Y ese conocimiento se transmuta en poder. Incluso cuando creemos que por fin hemos vencido a Genichiro y vemos que, como nosotras, se niega a morir y se despoja de su armadura para invocar al relámpago, el temible desafío se convierte en deseado, un espacio para demostrarnos a nosotras mismas lo que podemos hacer cuando seguimos el ritmo. La frustración, decía Jacob Geller, nos ha llevado a buscar otras soluciones, investigar o pedir ayuda para salir del estancamiento; si volvemos a atascarnos, sabemos que habrá una manera de salir otra vez.

“Es un juego que presenta un muro de ladrillos aparentemente infranqueable y te dice que, de hecho, puedes franquearlo; no subiendo de nivel, sino conociendo el muro tan íntimamente, entendiéndolo de forma tan perfecta, que al final el muro parecerá un viejo amigo. […] Te darás cuenta de que el muro ha abierto una puerta específicamente para ti y puedes sencillamente cruzarla. El muro de dificultad ya no será limitante. Será liberador.”

Lo humano es dudar, lo humano es fracasar

Kuro es tremendamente joven, pero las fatídicas circunstancias de su vida han hecho de él un sabio. Siempre rodeado de muerte, siempre bajo la tutela de quienes buscaban aprovecharse de su sangre inmortal, Kuro sabe el dolor que puede provocar la ambición de los hombres. Cuando su fiel Lobo al fin se reúne con él tras derrotar a Genichiro (quien, merced a sus artes heréticas, sigue eludiendo la muerte por pura determinación), decide que su objetivo ha de ser romper los lazos de la inmortalidad, incluidas la del shinobi y la suya propia. Esta nueva dirección llevará a los dos a seguir los pasos de quienes ya trataron de realizar ese ritual e indagar en lo más hondo del pasado de Ashina, lo que en el proceso les revelará cuán próximas están sus propias vidas a esos mismos cimientos.

Una distinción insoslayable con la saga Souls es que Sekiro es una historia de personajes. Hasta ahora recorríamos un camino formado por las acciones pretéritas de dioses y ancestros, despegados de nuestra mundana experiencia, y estaba en nuestra mano recomponer aquellos hechos mientras lidiábamos de forma unilateral e impotente con sus consecuencias. Bloodborne recrudecía esa sensación de pequeñez e ignorancia, pero a cambio aproximaba la cronología de los hechos históricos y la identidad de sus causantes a nuestra propia subjetividad, lo que cristalizaba en la primera escena de toda la saga en la que asistimos a un diálogo entre dos personajes: el cisma entre Willem y Laurence que dio origen a la Iglesia de la Sanación. En Sekiro, todo el mundo desde nuestro avatar hasta nuestros enemigos tiene voz. Los rufianes traicioneros y los guerreros hastiados cuchichean, conspiran o bromean, sin sospechar que un shinobi de oído agudo escucha atentamente. Los ecos de conversaciones pasadas entre Kuro y sus mayores persisten como fantasmas, y escuchándolas bajamos a la tierra las grandes conversaciones sobre la guerra con el shogunato o los poderes divinos. Los guerreros moribundos intercambian palabras con nosotras antes de exhalar su último aliento, los mercaderes tratan en vano de engatusarnos, las víctimas de la guerra quizá nos maldigan o quizá nos supliquen, pero Ashina nunca deja de hablar, porque esta tierra aún está viva.

No es de extrañar que uno de los principales objetos clave de Sekiro sirva únicamente para hacer hablar a las personas: ya sea turbio o limpio, ardiente o refinado, el sake en sus muchas variedades existe para ser compartido. Si se ofrece esta apreciada bebida, jamás será rechazada, aunque ese gesto inocente suponga soltar la lengua y reabrir viejas heridas. Cada variedad de sake procede de un sustrato social y cultural único, y despierta unos recuerdos diferentes en quien lo bebe, pero ninguna de las conversaciones que despierta el brindis tiene un carácter instrumental. No hay questlines ni recompensas asociadas a este ritual, tan solo un pequeño resquicio de tranquilidad y confianza en el encuentro de personas cuyas vidas han estado siempre marcadas por la guerra. Al calor del fermento se recuerda a quienes ya no están y se aprende a mirar de otra forma a quienes aún siguen, y todas estas alegrías y tragedias orbitan siempre en torno a él. El que lideró la rebelión contra el Ministerio del Interior y recuperó la independencia de Ashina. El amigo y hermano de armas de quienes convirtieron a dos huérfanos en un campo de batalla en el Lobo y la Emma que conocemos ahora. El anciano enfermo que tuvo que delegar el gobierno de Ashina en su nieto adoptivo, pero al que aún restan fuerzas y astucia para eliminar a los espías del emperador a la vez que, junto a la médico, vigila los pasos del shinobi y lo bautiza (de un modo que comienza jocoso y termina siendo emotivo) como “lobo de una sola pata”, es decir, Sekiro. Uno de nuestros mayores aliados y el último adversario en todos nuestros caminos. Isshin Ashina.

Si la relación de rivalidad con Genichiro es interesante por lo mucho que se asemeja a nuestro shinobi, la que nos une a Isshin es sorprendente por su extrema cercanía, vigilante pero siempre honesta. Brinda con nosotras tras vencer contra su nieto, sabedor de las desgracias que traerá su obsesión por la inmortalidad, pero recela de nuestro poder por la misma razón, y no miente cuando dice que nos matará si nuestra facilidad para matar eclipsa a nuestro propósito; ya en el pasado cortó el brazo al Escultor cuando vio asomar en sus ojos la llama iracunda de los Shura, algo que el propio ermitaño reconoce que fue por su propio bien. Aprendemos de él poderosas técnicas de combate y nos marcará el camino para cortar los lazos de la inmortalidad, a pesar de que el poder que obtendremos será temible. Nunca es del todo un amigo, pero sus lecciones y advertencias se demuestran siempre ciertas. Es un extraño maestro cuya única lección es que dudar es fracasar, y cuando llegue el final no juzgará al Lobo por sus decisiones, sino a nosotras mismas, al otro lado del mando. Isshin es el último oponente de todos los finales de Sekiro: Shadows die Twice y el momento en que se pondrá a prueba si este juego significa algo para nosotras.

Llegadas a este punto en el que la palabra “dificultad” se perfila inconfundible sobre el discurso, debería sencillamente dejarla entrar, ponerla en el centro, hablar de ella como parte inseparable de la experiencia de Sekiro y de aquello que lo vuelve significativo. Pero me niego a hacer de ella una protagonista cuando no es más que uno de los muchos pilares que sostienen este título catedralicio, tan complejo y perfecto en su estructura que su riqueza se difumina en una sensación mucho más pura. Sí, Sekiro es un juego sumamente difícil porque exige el aprendizaje de un sistema de reglas nuevo y complejo, pero la frustración está desplazada del lugar que ocupaba antes. En los Souls, la dificultad era un objetivo, una condición necesaria para alcanzar la satisfacción que obteníamos al superarla; en Sekiro, la frustración es seguramente más fuerte que nunca, pero la dificultad se plantea como algo que, si la jugadora llega a un punto ideal, deja de existir. Volvamos por última vez a Jacob Geller:

“Lo que Sekiro puede hacer, pero la vida real no, es ser perfecta y programáticamente coherente. […] Me ofrece la fantasía de la perfecta preparación reactiva, que puedo ver cada cosa acercándose y responder exactamente de la forma prevista. Por satisfactorio que sea desatascarse, lo que para mí es más poderoso es […] aprender cada detalle del jefe de forma que el combate no parezca una pugna sino una orquesta bellamente estructurada.”

Por supuesto, ese es el estado ideal, inalcanzable en nuestra primera incursión… pero es que eso también está previsto. Por eso nuestro protagonista es un ingenioso shinobi con herramientas y recursos para salir de cualquier aprieto, ya sea un simio gigante resucitado, un padre adoptivo con más argucias ninja bajo la manga de las que jamás nos enseñó o un dragón ancestral en su reino divino que nos ataca con el viento y el rayo. Quizá nuestras victorias sean pírricas, quizá gastemos hasta la última herramienta de nuestro brazo izquierdo, quizá (como decía Yago de Hita) no comprendamos todo lo que ocurre en combate y sintamos que no nos merecemos la victoria, como si ganar sin seguir las instrucciones fuese hacer trampa. Pero ganamos y perseveramos frente al estancamiento, hasta que entre nosotras y los títulos de crédito se interpone nuestro último obstáculo.

A menos que escojamos traicionar a Kuro y emprendamos la breve senda hasta el final Shura (de forma nada ambigua, el final malo), nuestra aventura terminará en el mismo lugar donde empezó todo: a la luz de la luna, en un hermoso prado de hierba plateada, frente a frente con Genichiro. Él, desprovisto de armadura y gallardía, pero endemoniadamente decidido; el Lobo, hecho uno con su brazo artificial y con pulso firme. Ambos blanden una Espada Mortal, las únicas armas capaces de segar la vida de un inmortal, y entablan su última batalla con todo lo que tienen. Cuando vencemos al samurái, se sacrifica con su arma maldita para traer de ultratumba a un Isshin que acababa de fallecer y que ahora regresa revitalizado, como en tiempos de la gloria de Ashina. Estamos combatiendo contra la personificación de esta tierra, de la búsqueda de la inmortalidad, de la grandeza perdida, del kegare, pero también contra ese maestro cómplice que prepara su prueba final para que demostremos nuestra valía. Nos invita a combatir con un jubiloso “¡Venid, Sekiro!”, solo para avasallarnos con la maestría de su esgrima, con trucos sucios como la lanza del general al que derrotó para reclamar Ashina o su insidiosa pistola de repetición, y (como siempre que la apuesta es alta) con esos relámpagos que podemos atrapar con nuestra katana en el aire y devolverlos en forma de pura justicia divina.

Mil y una veces perderemos mientras Isshin nos recuerda que dudar es fracasar, y habrá quien piense que la repetición de esa máxima es mortificante pero quiero creer que lo que desea es animarnos. Nos planta cara para cumplir la última voluntad de su nieto, ver a Ashina regresar del más allá, pero también desea vernos triunfar contra la inmortalidad, que lo ha traído de vuelta sin desearlo y que mantiene a Ashina sumida en la ruina. Nosotras también saldremos de nuestro propio estancamiento, del modo que sea (cómo olvidar aquella absurda polémica del “you cheated not only the game, but yourself”), porque ya hemos aprendido que es posible, y cuando al fin lo logremos él mismo se arrodillará para recibir el golpe mortal que selle su destino. Sus últimas palabras son una felicitación, no solo para el Lobo, sino para la jugadora por superar esta ardua prueba. Ante esta demostración de su propia fuerza, con todos estos ritmos integrados en su memoria muscular, se abre ante ella la posibilidad… no, la necesidad de iniciar una nueva partida y demostrar que ahora puede seguir las instrucciones que siempre estuvieron ahí, jugar como siempre fue posible jugar.

Sekiro es un juego que se juega dos veces, con sus triunfos y contrapartidas. Para la gran mayoría de jugadoras, como decía ZeroLenny, esta obra “tiene dos partidas: la primera, que es innegablemente mágica, y la segunda, donde vuelves y sientes la catarsis de machacar a todos los jefes en dos horas y se acabó.” La áspera fricción de la primera run fijaba nuestros pies allí donde nos atascábamos y gracias a eso podíamos empaparnos de cuanto nos rodeaba: la melancólica belleza de Ashina, el vigor que nos infundía el desafío que teníamos delante… Pero, una vez memorizados todos los ritmos, la ausencia de esa fricción nos hace resbalar por el juego, ya sin apenas margen para la fascinación, centradas como estamos en pulverizar desafío tras desafío. Consustancial a la perfección de la obra, y a nuestra interiorización de sus normas, es esta aceleración ansiosa, que a su vez tiene un segundo e inesperado filo: acabar pensando en Sekiro como un amigo, recorriendo los rincones de una Ashina que es casi nuestra casa y cruzando espadas con Genichiro como hablas con un hermano al que comprendes con un solo gesto. Lo que antes era pugna, ahora es familiaridad. Como siempre ha intentado hacer Miyazaki.

Y no hay más que decir. No solo porque, para sorpresa unánime del público, Sekiro: Shadows Die Twice nunca recibiera un DLC donde se indagase en esos personajes invisibles pero siempre presentes en su intrahistoria, sino porque este juego es justo eso: un título que ofrece una experiencia perfectamente afinada, sin rugosidades significativas que pulir. Si no lo entendemos, puede llegar a ser una tortura; si lo entendemos demasiado, su perfección es tan absorbente como agotadora. O quizás sea simplemente el discurso, irremediablemente enfocado en la espada y el ritmo y la épica y la dificultad y la victoria. Siento que, de todos los recuerdos que atesoro de Sekiro, que son innumerables porque es una obra maestra y una rareza en la industria del AAA, ninguno vive tanto en mí como ese minúsculo gesto del Lobo: agazapado en el templo, con la noche cubierta de humo y las llamas abrasando la tierra, reparando su brazo con las herramientas de un Escultor convertido en un demonio al que debe quitar la vida para darle paz, y palmeando su propio hombro como lo hacía él. Lo más importante siempre fue humanizar todo el dolor de no encontrar la forma de que las aguas vuelvan a ponerse en movimiento.

Al final lo hacen.

Bibliografía y referencias

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Mateo Trapiello
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Written by Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Algo así como crítico cultural. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”

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