The Big Moon — Walking Like We Do [Rescatando EQB #1]
Este artículo fue escrito para la difunta revista musical El Quinto Beatle en febrero de 2020. Dado que la página web desapareció del mapa a principios del año 2021 y su contenido es, con seguridad, irrecuperable, he decidido traer aquí algunos de mis textos en una sección llamada Rescatando EQB. La selección de textos que decida traer aquí en el futuro no obedecerá a ningún criterio en particular y los artículos serán reproducidos tal y como fueron publicados en su día, sin corregir una sola línea de texto.
El segundo elepé de The Big Moon supera con creces su potente debut cargado de contenido político, social y personal para entender mejor un mundo que cada día se hace más inquietante y las ansiedades con las que el presente nos acribilla. Su apartado instrumental se aleja del guitarreo grunge para entrar en un terreno mucho más diverso y definido, las letras son de una brillantez y agudeza difíciles de superar y está cargado de inspiración y esperanza. Sin duda, uno de los mejores álbumes de lo que va de 2020.
Igual que las guerras aceleran el ritmo de la Historia, acuciando a las artes y al conocimiento, nuestro convulso e inquietante presente ha incentivado la creatividad como pocas cosas han conseguido en los últimos años. Preconizaba Peter Doherty, con cínica lucidez, que el Brexit iba a ser lo mejor para la música: “Veréis cómo de esa manera tendremos nuevamente una ola de creatividad desatada. […] Habrá una reacción violenta increíble.” Podríamos hacer un monográfico acerca de cómo la sombra de la Era Trump ha inspirado a generaciones viejas y nuevas de artistas, bien como recurso temático más o menos facilón para crear un producto cultural vendible, bien como aliciente para un genuino y coherente alegato político. Pero de esto ya se ha dado cuenta todo el mundo.
No estamos descubriendo la pólvora al afirmar que en el arte en general, y en la música en particular, los últimos años de la década de 2010 se han visto marcados por una notable maduración (no solo lírica y temática, sino también musical) de los artistas en todos los estratos, desde lo más underground a lo más mainstream. Reinventarse para hablar de algo importante de una buena vez o morir bajo una montaña de recursos repetitivos: muchas bandas y artistas han respondido adecuadamente a esta pregunta y esto es motivo de alegría. Una de las últimas bandas en sumarse, no por conveniencia sino por un imperativo sincero y profundo, ha sido The Big Moon.
Deshacerse de la familiaridad
Después de debutar con Love In The 4th Dimension (2017), un elepé enérgico, colorido y con tanto desenfado como corazón, y presentarlo en una exitosa gira, la banda decidió darse un respiro. Fue un tiempo muy provechoso para la guitarrista Soph Nathan, quien regresó con su proyecto paralelo Our Girl para lanzar su primer álbum, un Stranger Today (2018) introspectivo y emotivo donde pudo llevar su composición y la guitarra principal en solitario hacia nuevos terrenos. Para Juliette Jackson, cantante, vocalista y compositora de The Big Moon, la situación no fue tan satisfactoria. Siguió intentando componer, pero se encontró con dos obstáculos. El primero, y quizás el más evidente, era la repetitividad de una guitarra con la que sentía una excesiva familiaridad. Tal y como declaró en su entrevista en Guitar.com:
“Cada vez que me sentaba y trataba de escribir del modo en que siempre lo había hecho, escribía el mismo tipo de canción. Tus manos regresan a las mismas formas en la guitarra y a todas las pequeñas cosas que haces instintivamente. Empecé a tocar el piano mucho más.”
Aquello tuvo, más o menos, fácil arreglo. La banda viajó a Atlanta para trabajar con el productor Ben Allen (Deerhunter, Kaiser Chiefs), cuya profunda atención al detalle y admiración por el trabajo de las artistas hizo que estas prácticamente lo considerasen un miembro más de la banda. El segundo elemento en discordia, no obstante, apareció ante sí cuando cayeron en la cuenta de algo que debería haber sido muy evidente, pero que en realidad siempre escapa a nuestra comprensión hasta que la sombra de unos tiempos preocupantes se ciernen sobre nosotros. Tiempos como estos. Tiempos donde se comprende que todo está cambiando muy deprisa y que hay ciertas cosas que no pueden postergarse. Walking Like We Do (2020) es, como muestran las palabras de Jackson:
“En el último par de años he sentido que he crecido y el mundo ha cambiado. Las cosas se han vuelto mucho más extrañas, y creo que este álbum va sobre nosotras intentando procesar eso y traducirlo a algo que tenga sentido. No lo tiene.”
La autoconsciencia del capitalismo tardío
La crisis de los veintitantos en la que tienes amigos que todavía están sacándose el carnet de conducir mientras otros planean su boda o tienen hijos; el peso de tener que lidiar con una ansiedad que las generaciones inmediatamente anteriores simplemente han pasado por alto, por lo que ahora te toca a ti el marrón de gestionar algo para lo que nadie te previno; la extraña culpa de clase que te sobreviene cuando tienes el lujo de no morirte de hambre o un trabajo que te hace feliz mientras ves lo jodido que está todo cuando ves las noticias; la sensación de impotencia frente a un fuego que ni has creado ni tienes medios para apagar pero del cual te sientes responsable; el temor a quedarte en el pasado, en el tuyo propio o en el de otras personas; todo eso, todo lo que es la vida en la modernidad, está en Walking Like We Do.
El nivel de autoconsciencia de The Big Moon en este trabajo resulta apabullante porque es difícil no reconocerse en él. Hay un cierto dolor al entender la frustración de la bajista Celia Archer: “Hay miles de millones de personas en este planeta y les están pasando un montón de mierdas y y lo sabemos todo acerca de ello. Seguimos dándonos contra este muro de ‘No puedo estar triste todo el tiempo y no puedo hacer nada con el 99% de lo que está ocurriendo’ y resulta agobiante y paralizante.” Pero también se comparte con ellas un profundo orgullo por su esfuerzo para que hacer música deje de ser un privilegio para quienes no son ni mujeres, ni personas racializadas, ni clase obrera: “Poder contar tu historia cuesta dinero, lo que significa que solo ciertas historias puedan ser contadas. Eso es, en parte, por lo que estamos en esta movida: […] para conseguir que más gente pueda contar lo que quiere hacer en su vida.”
Un elogio de la vulnerabilidad
Pero no siempre se puede luchar ni encabritarse. A veces solo necesitas un lugar donde ser vulnerable. De eso va “It’s Easy Then”, la primera canción de Walking Like We Do y su primer y valiente adelanto. Valiente porque, donde antes estaban las guitarras grunge y los ritmos acelerados, hay en su lugar pianos pausados, sintetizadores etéreos y unos juegos de coros aún más brillantes que los del debut. Esta es una canción cálida y frágil, enérgica por sus propios términos pero también porque a veces asoma la ansiedad (“I just keep on breathing in and breathing out. Swear the air is thicker than it used to be”). Pero justo en el clímax, junto con la trompeta de Ford, aparece la guitarra distorsionada de Nathan: dos simples notas que ocupan el espacio exacto que les corresponde. Cada línea de guitarra en este álbum está muy meditada, y gracias a ello, cuando llega ese último estribillo, está cargado de emoción y alegría: “Es mejor que si lo hubieses tocado durante toda la canción”, como explicaba Jackson con toda la razón del mundo.
Si este tema nos introduce al mood instrumental y lírico de Walking Like We Do, “Your Light” resume la integridad del elepé. El miedo a la dejar de ser uno mismo (“And I wonder, since when was my voice a foreign object in my mouth?”), al ritmo de un mundo que siempre ha parecido estar al borde de la catástrofe (“So maybe it’s an end ’cause this don’t feel like a start, but every generation probably thought they were the last”), desaparecen en un mar de luminosa esperanza. Claro que todo sigue ardiendo cuando apartas la mirada, claro que sigues teniendo grietas que a lo mejor ni siquiera se pueden reparar, pero este es el momento de agradecer a quien está a tu lado todo cuanto hace por ti para hacerte seguir adelante y hacerle saber que también vas a estar a su lado (“what you’re doing for me, I just wish I could do, I could do it for you”). Al fin y al cabo, el mundo es un sinsentido para todo el mundo por igual, pero no podemos devanarnos los esos por entenderlo todo el tiempo. “Dog Eat Dog” recoge este sentimiento con un nuevo y espectacular juego de coros y teclados, con un estribillo que casi recuerda a una versión más madura de su mítica “Cupid” y dejando un puñado de líneas dolorosamente lúcidas para el recuerdo (“You only build bridges when the river wets your feet”).
“Solo vi las diferencias, nunca vi el cambio”
Más animada y luminosa es “Why”, que empieza a traer de vuelta los sintetizadores analógicos y los riffs distorsionados del debut a una atmósfera más reflexiva y personal, en la que Jackson empieza a intercalar al preocupación por estar quedándose atrás mientras otras personas a su alrededor crecen (“When did you get shy? You’re not yourself tonight. While I just played dumb you’ve been busy growin’ up”). Y entonces llega “Don’t Think”, quizás la canción más catchy de todo el elepé: la cadencia de todos los instrumentos es seductora y persistente: te dejas llevar por su ella y, como su título demanda, no piensas, solo bailas y gritas, porque hay canciones que están hechas por y para ese propósito. Cuando Nathan decía que en este elepé cada línea de guitarra tiene una razón de ser, sin duda se refería a momentos como este. La producción no pone nada fuera de lugar, pero al mismo tiempo los temas no se ven en absoluto limitados. No hay fuerza bruta sino potencia y las señas incontestables de una evolución creativa brutal.
En un terreno totalmente opuesto está “Waves”, la canción más breve de todo el álbum y quizás la más especial de cuantas ocupan este álbum. Como declararon Archer y Jackson en The Making Of Walking Like We Do, el minidocumental creado por la propia baterista Fern Ford, la banda llegó a Atlanta sin una idea clara de cómo sería este tema: habían tratado de desarrollarlo en ensayos previos pero, al final, dejaron que la canción adoptase la forma que quisiera en el estudio. Su piano minimalista acompaña el que es, tal vez, el mejor juego de coros de todo el álbum, mientras, de nuevo, Jackson cuela algunos de los versos más brillantes que jamás haya escrito (“I never saw the tide come in, I only saw the waves. I thought that you would soon be back and things would be the same”). Como fun fact, la grabación de ese coro final a cuatro voces gritando “You had me goin’ for a minute there” marcó el fin de las sesiones en el estudio.
Después de este momento tan cálido y épico entra la que posiblemente sea la mejor canción de todo el álbum: “Holy Roller” es, de nuevo, seductora como “Don’t Think”, pero aún más intensa y energética. Los guitarrazos regresan con riffs inolvidables y energéticos sin por ello renunciar a secciones rítmicas menos llamativas ni restar espacio a otro tipo de instrumentación analógica como la flauta travesera o el xilófono. Su estribillo es pegadizo, sus imágenes resultan evocadoras y frescas, la letra no desmerece ni por un segundo con su agudeza (“Our paradise is golden lit like porno sites and contour kits. Oh, our data trails, long, Will never die, will linger on”). Un temazo que da paso a otro: “Take A Piece”, tal vez la canción más pop del álbum y ahora inseparable de la estética Backstreet Boys de su videoclip, parece un regreso experimentado a las bases de Love In The 4th Dimension: es juguetona, sentimental pero muy consciente del sentido de sus figuras (“And I’ll give you everything until there’s nothing left to need ‘cause I need you so much more than I need me”).
“Que las hojas caigan no significa que los árboles hayan muerto”
Ahora que se ha abierto el cajón de lo sentimental, Juliette Jackson pone su corazón por delante en la inocente y emotiva “Barcelona”, un tema colorido, con una calidez y una dulzura como solo puede otorgarla el sol en la ciudad condal, pero también con esa inocencia y nostalgia de finales de verano. Esta es una canción de despedida, de amigos que se marchan, que crecen, que maduran por otros caminos y te hacen pensar si el camino que tú has escogido es el correcto. Sabes que es lo mejor, pero no por ello deja de doler (“We’re all moving on and you’re better off now. We’re all moving on, but I’m terrible at goodbyes”).
Lo único que queda claro es eso: que avanzamos, queramos o no, así que hagamos algo grande ya que tenemos que hacer esto igual. “A Hundred Ways To Land” es el tema más esperanzador de todo el álbum, una armadura que ponerse antes de enfrentarse a un cambio que es inexorable pero no por ello malo: “And when the leaves drop down, it doesn’t mean the trees are dead. Every time you fall, there’s a hundred ways to land”. La última y genial enseñanza de The Big Moon es que nadie tiene ni puta idea de qué hacer en la vida, que todo el mundo va improvisando aunque el mundo se esté yendo a la porra (“I don’t care if it’s snowing even though it’s almost June”) y que merece la pena luchar. Llega entonces ese pedazo de estribillo: “So feel your blood flowing, stand up taller in your boots. We don’t know where we’re goin’, but we’re walkin’ like we do”. Y entiendes perfectamente el título del disco y todo encaja, quieres seguir adelante bajo el sol y con un grito en la garganta, porque tu dolor y tus miedos te definen, pero también tu fuerza y la fuerza de quien te rodea. No hay filosofía barata ni en una coma de esta canción: solo está el abrigo de la esperanza y la certeza de que todo el mundo está perdido pero no caminamos a solas.
Claro que las angustias siguen ahí de fondo, y por eso hay que aprender a conocerlas y respetarlas para hacerse más fuerte a pesar de ellas. “ADHD” es el colorido y luminoso epílogo que este elepé necesitaba para recoger todas estas ideas y calentarnos el corazón (“I know you think you made a scene, but I just saw you shining, blinding like the sunset’s low, low, low”) una última vez antes de despedirse por todo lo alto, viento metal incluido. Pura luz, color, emoción, algo de mala leche contra la medicalización de la salud mental y, de nuevo, esperanza. Porque al final eso, y no otra cosa, es lo que quiere transmitir este disco.
La honesta voluntad del cambio
The Big Moon ha conseguido hacernos entender con su segundo disco lo que Arctic Monkeys tardaron seis elepés en descubrir: que su identidad no está en sus instrumentos ni en su sonido, sino en lo que ellas deciden crear y el modo en que se expresan a través de la música. Jackson dejó esto increíblemente claro:
“Hemos aprendido que podemos ser cualquier cosa. Mientras seamos nosotras quienes cantemos y escribamos las letras y las canciones, podemos tocar cualquier cosa y hacer cualquier cosa. Sonará a The Big Moon.”
Walking Like We Do es la mejor transformación posible: una que ha salido de ellas mismas por la necesidad imperiosa de hablar de millones de cosas importantes, precisamente, por ser quienes son y no querer ser otra cosa. No es que ahora hayan querido ser más políticas, más emocionales, más profundas: es que era el momento de poner en su música algo que siempre había estado con ellas y que ya no podían ignorar. Ahora, todo lo que necesitaban poner de manifiesto, sus miedos atenazadores y sus muchas razones para vivir, está escrito en once canciones brillantes que son justo lo que necesitaban ser, ni más ni menos. Y lo mejor de todo es que, seguramente, alguien entenderá un poco mejor el caos del mundo y de su propio interior gracias a ellas. Y luchará con más calor en el corazón.