Dark Souls, la familiaridad y el propósito [Almas Examinadas #2]

De rodillas sobre la ceniza

Mateo Trapiello
22 min readOct 11, 2021

Pronto las llamas se apagaron, y solo quedó Oscuridad. Ahora solo quedan ascuas, y el hombre ya no ve el sol; tan solo noches eternas.

Entre los vivos pueden verse a los que sufren la maldición de la Señal Oscura.

Con bastante frecuencia me doy cuenta de la cantidad de caminos que tengo en mi cabeza. No me refiero a algo como rutas de senderismo (un precioso ejercicio que por desgracia no practico con frecuencia), sino a esa unión mental de cientos, miles de referencias y puntos clave que se concatenan para llevarme del punto A al punto B, o al C, hasta la Z, en una sucesión interiorizada más por costumbre que por auténtica lógica. Me gusta mucho pasear por rincones ocultos de mi ciudad y más aún conocer otras nuevas, volver una y otra vez por sitios en los que no me importa perderme hasta que aprendo a distinguir callejuelas, vericuetos, letreros, escaparates, locales, puertas o pavimentos que en su día me parecían indistinguibles, pero que, poco a poco y sin apenas intentarlo, voy incorporando a un mapa mental cada día más sólido. Así, a medida que encuentro mis propios puntos de guía, voy haciendo los espacios un poco más míos, disfrutando de la exploración del forastero mientras adquiero el paso firme del lugareño.

Las primeras horas en Dark Souls encapsulan todo lo que se ha alabado en los últimos diez años acerca del diseño jugable y de niveles del que sin duda es el juego más laureado de toda la obra de Hidetaka Miyazaki, pero creo que también es mi parte favorita de todo el juego porque me recuerda a ese cóctel de exploración urbana y cartografía mental que tanto aprecio cuando puedo encontrarlo en la vida real. Navegar Lordran se parece mucho a mudarse a un barrio nuevo y salir a conocer qué hay cerca de tu casa, adentrarte poco a poco en lo desconocido, encontrar zonas confortables y alejarte de lo que quizá te produce más desconfianza, perderte y encontrar nuevamente el camino de vuelta a la seguridad de tu hogar, donde recopilar en tu cabeza todo lo que has descubierto. Al día siguiente, tu casa sigue siendo tu casa y el barrio sigue siendo algo que existe más allá de ti, pero esa inmensidad se va haciendo cada vez más manejable, más cómoda, más segura. Creo que ese tira y afloja entre el extrañamiento y la familiaridad, que se traslada a otras dialécticas claves de la obra, conforma el núcleo jugable y narrativo de Dark Souls.

Desconozco si esta idea fue la que llevó a From Software a optar por un nuevo diseño de mundo para el sucesor de Demon’s Souls, pero lo que parece evidente es que la estructura de aquel debut ya no convencía lo suficiente a Miyazaki y a su estudio como para replicarla para su siguiente proyecto. Ya vimos que Demon’s fue un juego innovador en términos mecánicos, pero la influencia del JRPG más tradicional permeó al planteamiento de su progresión jugable, que se basaba en cinco grandes mundos temáticos totalmente aislados, cuyas mazmorras se sucedían de forma lineal, y conectados por un hub central donde abastecernos y subir de nivel antes de la siguiente batalla. Ya fuese porque este diseño resultaba obsoleto, porque al trabajar con Bandai Namco como publisher no podía crear una secuela directa de una IP de Sony o por cualquier otra razón, From Software emprendió un proceso de desarrollo muy diferente al de su anterior título, lo que cambiaría para siempre la percepción de los mundos que la compañía quería crear.

El giro materialista

La mirada retrospectiva sobre Demon’s Souls es traicionera, pues puede llevar a adjudicar al juego cualidades que ni siquiera posee y que, en realidad, pertenecen a las obras que vinieron después. Hay comparaciones razonables, cierto, porque es un hecho que Dark Souls comparte muchas influencias culturales con su predecesor: libro-juegos de Fighting Fantasy, literatura de horror cósmico de la órbita del Círculo de Lovecraft, juegos de rol de mesa como Dungeons and Dragons, monolitos del manga como JoJo’s Bizarre Adventure o Berserk y videojuegos que iban desde pilares del JRPG como Dragon Quest y The Legend of Zelda hasta el debut de su admirado Fumito Ueda y clásico moderno Ico. En la superficie, hay un parecido innegable entre Demon’s Souls y Dark Souls (y seguiría habiéndolo en los juegos venideros, porque Souls es una fórmula antes que una saga), pero son radicalmente diferentes en su ejecución. En Demon’s Souls no había una auténtica historia desenvolviéndose ante nuestros ojos: el contexto del mundo se exponía abiertamente al inicio de nuestra aventura, pero la experiencia estaba más centrada en nuestras acciones y su impacto sobre un mundo fracturado en áreas aisladas entre sí en la fisicidad del mundo y en las alegorías que representaban. Por el contrario, el mundo de Dark Souls es inseparable del apartado temático y narrativo, que a su vez es parte fundamental de la experiencia jugable, y por eso la obra demuestra desde el minuto uno su firme voluntad de contar con él una historia con carácter y entidad tanto en la pequeña como en la gran escala.

En el principio, el mundo era gris y amorfo, poblado tan solo por árboles infinitos y Dragones Eternos. No había vida ni muerte, ni luz ni tiniebla, así que tampoco había tiempo ni cambio; hasta que, en la profundidad del mundo, estalló la Primera Llama, trayendo consigo la Disparidad. En el seno del fuego, algunos seres encontraron almas poderosas con las que encarnaron la Disparidad y, convertidos en Señores, declararon la guerra a los Dragones para moldear el mundo a su antojo. Gwyn, Señor de la Luz Solar, la Bruja de Izalith, madre de la piromancia, y Nito, el Primero de los Muertos lograron extinguir a los Dragones. En honor al poder de la Llama, que los había hecho soberanos del mundo, los Señores dieron comienzo a la Edad del Fuego, una era tan próspera como abocada a un final ineludible: como cualquier otro ascua, la Primera Llama se consume y, con ella, la propia vida a la que dio origen. Ligados a ese fuego moribundo, los humanos marcados por la Señal Oscura se convierten en no-muertos, obligados a resucitar una y otra vez, hasta que su cordura se desvanece y pierden su propia humanidad. Estos seres Huecos, cuya maldición aflige cada día a más y más humanos, son confinados lejos de la civilización, sin remedio ni esperanza, hasta que llegue el fin de los tiempos. Tal es nuestro destino.

Esta introducción pone sobre la mesa los grandes ejes temáticos (definidos, pero interrelacionados) que configuraron el diseño creativo de Dark Souls y, con él, nuestra experiencia jugable: Anor Londo y la prístina civilización de los dioses; Izalith Perdida y el fuego como fuente de vida y de caos; y el Rey del Cementerio, la muerte y la ruina fueron las tres grandes “imágenes” en torno a las cuales Miyazaki dirigió personalmente a su reducido equipo de artistas conceptuales para trabajar de forma colaborativa en la creación de este nuevo universo. Las partes constituyentes de estos tres pilares, por el contrario, son más pequeñas, irregulares y misteriosas, y solo podemos acercarnos a conocerlas a través de la narrativa emergente que tantas alabanzas le ha valido a Dark Souls en este tiempo. Su intrahistoria excede con mucho a su guion y no se narra por medios convencionales sino de forma desordenada y fragmentaria a través de diálogos con personajes, ubicaciones de NPCs y enemigos, descripciones de objetos y el propio diseño de los escenarios. Aunque hoy casi podemos decir que contamos con una recopilación canónica de su lore, gracias al trabajo de miembros de la comunidad como VaatiVidya que hicieron de arqueólogos y juglares de Lordran, su director siempre ha defendido que no hay una interpretación correcta de estos hechos, una postura que hunde sus raíces en su infancia. Su familia, según sus palabras, era “tremendamente pobre” y no podía permitirse comprar libros ni mangas, así que el joven Miyazaki se hizo un ávido ratón de biblioteca que leía cualquier cosa que cayera en sus manos; cuando aquellas lecturas excedían su conocimiento (algo que ocurría las más de las veces), dejaba que su imaginación llenase los vacíos, adquiriendo el emocionante hábito de ser tan autor de la obra como la persona que la escribió la primera vez.

Esta “disolución de la autoría” estuvo muy presente en el propio proceso creativo: al contrario que en Demon’s, las directrices de Miyazaki buscaban ser ambiguas para que cada miembro del equipo las interpretase con su propio estilo, ya tuvieran que diseñar objetos, personajes, enemigos o áreas enteras en cada momento dado. Con los requerimientos básicos de Miyazaki para cada nivel y la elaboración de mapas 3D preliminares, el equipo ponía en conjunto todas estas pequeñas piezas para crear con ellas la historia de cada escenario, dotando poco a poco de forma y sentido al tortuoso laberinto en espiral que es el reino de Lordran. Trabajar cada diseño, pequeño o grande, en torno a unos temas centrales claros e integrarlos en el dictamen de los espacios jugables (y las propiedades mecánicas que Miyazaki quería para cada uno de ellos) sin duda exigió a From Software una coherencia colectiva en el diseño de este mundo complejo y denso, y este firme trenzado de lo lúdico, lo temático y lo narrativo confirió a Dark Souls un aura materialista.

Lordran es una tierra de reglas: la resurrección perpetua y el progresivo deterioro que aflige a los no-muertos, las almas como sostén de la cordura y forma primaria de energía, la amenaza de volverse Hueco o la necesidad de un combustible para que una llama arda son verdades incuestionables para todos los seres que habitan este lugar (y sus efectos se hacen palpables en todo momento de la historia), pero las reglas que mejor se trasladan al andamiaje más básico del diseño jugable son las que rigen su espacio. Demon’s Souls, igual que su hermano menor, era un JRPG de acción y un dungeon crawler, pero la insistencia de Dark Souls con la coherencia física de su mundo y la interconexión de sus niveles son rasgos tan remarcables que aproximan su diseño jugable al de un metroidvania: obstáculos memorables, enemigos a los que aún es pronto para combatir y puertas que solo se abren desde un lado no son solo fórmulas que invitan a regresar a áreas previas para descubrir secretos (algo que no funcionaba igual en las áreas lineales de Demon’s Souls), sino las condiciones de posibilidad de una auténtica exploración de lo desconocido que, por supuesto, conecta directamente con los temas centrales del juego.

Cuando ponemos los pies en Lordran, una puerta cerrada cualquiera nos indica que estamos en el lado equivocado del universo; buscando otra vía, avanzamos y pronto nuestro mapa mental va tomando forma, encontramos referencias que nos guían en la buena dirección y, cuando ya nos habíamos olvidado de ella, esa puerta cualquiera se abre y nos devuelve a casa, cerrando así una etapa de nuestro periplo que nos prepara, jugable y mentalmente, para la siguiente. Y convertir lo inhóspito en familiar solo es posible por la enorme libertad para avanzar y fracasar que rige el diseño de Dark Souls. Suele decirse que este no es un juego lineal, pero aquí se tiende a confundir el diseño de niveles con el jugable y navegar el espacio con progresar en la historia. Mark Brown, de Game Maker’s Toolkit, describe la estructura de Dark Souls como un acordeón: segmentos lineales como la fuga del Refugio y la llegada al Santuario del Enlace de Fuego, el ascenso hasta Anor Londo tras superar la Fortaleza de Sen o la incursión final en el Horno de la Llama Original nos impulsan en una dirección clara, y se intercalan con ese maremágnum de caminos ramificados que podrían llevarnos hasta las Campanas del Despertar o las cuatro grandes almas que sacien la Vasija del Señor (o bien hacia cualquier otro secreto, área opcional o simplemente de vuelta a un nivel previo por medio de un atajo), momentos en los que el juego nos suelta la mano para darnos mayor libertad de acción, apenas guiándonos con pistas que, no obstante, pueden llevar a la desorientación o al engaño.

Por ejemplo, nada más escapar del Refugio, el caballero alicaído del Santuario nos indica que una de las Campanas del Despertar se encuentra en lo alto de la Parroquia y la otra en lo profundo de Ciudad Infestada, pero omite que es necesario subir antes de bajar (a menos que hayamos elegido empezar el juego con la llave maestra, lo que no tiene por qué ocurrir), y que para llegar a ese “abajo, muy abajo” es necesario abrir una puerta totalmente olvidable en un nivel superior para pasar por una serie específica de niveles, que no tienen nada que ver con los niveles a los que podemos descender nada más llegar al Santuario. En realidad, esos caminos llevan a dos jefes finales a los que aún es imposible desafiar: virtualmente, podríamos vaciar la inundada Nuevo Londo y llegar a la arena de los Cuatro Reyes solo para vernos devoradas por el Abismo porque no tenemos el Pacto de Artorias, o adentrarnos en el cementerio hasta la Tumba de los Gigantes solo para encontrarnos una niebla dorada impenetrable y, con la suficiente mala fortuna de haber pasado por un checkpoint, descubrir que no tenemos forma de regresar a la superficie.

Estas últimas circunstancias, aunque no es imposible que ocurran, no tienen por qué darse, pues morir a manos de una horda de esqueletos o una marabunta de fantasmas inmunes al daño físico debería convencer a cualquier jugadora para buscar una ruta alternativa y, con esa derrota grabada a fuego en la memoria, regresar en el futuro con mayor preparación. Si algo no le falta a Dark Souls son caminos que explorar, personajes inolvidables con quienes colaborar o cruzar espadas y pequeños rincones seguros a los que llamar “hogar” aunque sea por un breve momento antes de continuar nuestro periplo.

En el camino

Aquella estructura radial de Demon’s, donde partíamos del Nexo para explorar cada Archipiedra en una sola dirección, desaparece en favor de una progresión sin objetivos claros que gira en torno a dos adiciones cruciales: las hogueras y el Estus. En Boletaria, una Archipiedra era un checkpoint en el que reaparecer tras la muerte y un punto de viaje al Nexo, donde subir de nivel y avituallarse antes de la siguiente mazmorra; por el contrario, durante buena parte de nuestra aventura en Lordran no existe el teletransporte, así que una hoguera es, primero y ante todo, un lugar seguro. Sentarnos junto al fuego alimentado con los huesos de viejos no-muertos fracasados “resetea” el mundo a nuestro alrededor, devolviendo a la vida a cualquier adversario caído, pero también restaura toda nuestra salud, cura cualquier estado alterado y recarga un objeto curativo crucial para determinar el ritmo de nuestras aventuras: el frasco de Estus. Mientras que en Demon’s era posible comprar tantas hierbas curativas como para ser virtualmente invencible (o consumirlas todas tras sucesivas muertes, imposibilitando terminar una mazmorra), el Estus tiene un número fijo de usos, lo que da una medida de cuánto riesgo podemos asumir al adentrarnos en lo desconocido, y como tampoco exige gastar almas o farmear enemigos para recuperar esas curaciones, da igual cuánto fracasemos: siempre habrá una forma garantizada de recuperar salud para sobrevivir y progresar hasta la siguiente hoguera.

Otro rasgo distintivo de las hogueras de Lordran es que permiten realizar muchas acciones clave de forma autónoma. En Demon’s Souls, solo era posible mejorar habilidades, aprender magia y milagros u organizar nuestro inventario en el Nexo, pero, si bien en Lordran también existe un nodo donde se cruzan todos los caminos, el Santuario del Enlace de Fuego está tan ligado a la tierra como los demás; volveremos mucho a su hoguera para reencontrarnos con aquellos personajes que hemos encontrado por el camino, pero en algún momento también la dejaremos atrás. Es por eso que en cualquiera de ellas, además de esas acciones clave, es posible organizar, reparar y mejorar nuestro equipo o recuperar nuestra forma Humana si estábamos Huecos, un recordatorio a la dualidad de estados Humano-Alma de Demon’s pero con cambios sustanciales. No existe una diferencia de salud entre el estado Hueco o el Humano, así que no necesitamos consumir Humanidad para tener más posibilidades de supervivencia y, como la Tendencia del Mundo no existe en este juego, morir en forma Humana no hará el juego más difícil. Revertir el estado Hueco abre la puerta por igual a invocar apoyo y a sufrir una invasión, pero también permite avivar cualquier hoguera para aumentar los usos del Estus. Este último rasgo entronca con nuestro proceso de familiarización de Lordran, ya que invertir un recurso preciado como es la Humanidad en fortalecer ciertas hogueras, bien por su posición estratégica en el enrevesado mapa del juego, bien por su proximidad a un obstáculo importante, implica que nuestro conocimiento va haciendo esos espacios un poco más nuestros. Todos estos elementos nos dotan de una cierta agencia frente a los peligros de un mundo que, sobre la marcha, vamos sembrando de guías y señales para proseguir nuestro camino.

Pero, ¿estamos yendo a alguna parte o solo damos tumbos contra las puertas selladas o los senderos peligrosamente abiertos? Más allá de perdernos en la exploración, encontrar áreas y jefes que nos sobrepasan porque hemos llegado “demasiado pronto” y perder toda orientación, ¿acaso buscamos algo? Es preciso detenerse a hablar de qué camino es este que nos toca recorrer en solitario, pues está directamente relacionado con los temas fundamentales de Dark Souls y más aún con la naturaleza de la figura que encarnamos.

Persistencia

Al igual que incontables Huecos, a quienes la maldición de la Marca Oscura ha convertido en apestados, hemos dado con nuestros huesos en una lóbrega mazmorra del Refugio de No Muertos, simplemente esperando a perder por completo el juicio y dejar de sufrir, hasta que un caballero desconocido pone su vida en riesgo para ayudarnos a escapar. Con su último aliento, nos habla de una leyenda sobre un no-muerto elegido que habría de abandonar el Refugio para llegar a Lordran, hacer sonar la Campana del Despertar y conocer así el destino de los no-muertos. Sin realmente saber qué clase de destino es ese ni si somos esa figura elegida, nos alzamos en armas para derrotar al Demonio que nos cierra el paso y emprender nuestro peregrinaje hacia Lordran, la tierra de los dioses. ¿Y por qué? ¿Por honrar la memoria de este héroe que puso en nosotras todas las esperanzas de su misión? ¿Porque creemos en el cuento de un desconocido que ni siquiera sabemos si es real? ¿Porque no tenemos nada que perder? Cualquiera de estas respuestas es válida, pero creo que hay una razón que las une a todas y es que la misión del caballero nos ofrece aquello que todo Hueco anhela con toda su alma: un propósito.

En su profuso estudio filosófico de Dark Souls, Daniel Podgorski plantea, como marco general para un amplio abanico de interpretaciones, que la obra de Miyazaki es una alegoría de la condición humana en un universo que carece de significado y que se muestra del todo indiferente ante las criaturas que lo pueblan, en una línea coincidente con los planteamientos del existencialismo. Sabiendo de las conversaciones sobre filosofía que Miyazaki mantuvo con diferentes artistas durante el desarrollo, no cuesta imaginar que esa idea de que los seres humanos existen en el mundo antes de poseer una esencia que dé significado a sus vidas es el hilo que mantiene unida la urdimbre de todas las historias, pequeñas y grandes, de Dark Souls. Logan lleva un siglo dedicando su no-muerte a adquirir conocimiento; Siegmeyer se enfrenta con ánimo alegre a los mayores obstáculos y peligros del mundo porque ha decidido convertir su existencia en una aventura; Solaire, fiel seguidor de Gwyn, viaja por todo Lordran en busca un sol propio; Reah y sus clérigos descienden a lo más profundo de las Catacumbas en busca de un rito perdido sin saber siquiera si regresarán; Oscar de Astora, el caballero desconocido del Refugio, busca en el lugar más inesperado a una figura casi legendaria que triunfe donde él fracasó; y nosotras decidimos seguir esa vaga leyenda, que ya ha llevado a la derrota a guerreros con más experiencia y valor, solo por salir de la parálisis y, tal vez, llegar a alguna parte.

Privados del descanso de la tumba y condenados a una eternidad siempre sobrevolada por la amenaza de volverse Huecos, los no-muertos necesitan embarcarse en tales empresas para no perder su humanidad y no dejar de ser quienes son. Aunque sus propósitos parezcan vacíos y sus empeños, suicidas. Aunque parezcan abocados a un final trágico. Aunque sean mentira. La búsqueda casi desesperada de un propósito iguala a todos los no-muertos de Lordran, pero lo más importante es que diluye la frontera entre jugadora y avatar, haciéndonos padecer el mismo desgaste con cada derrota y revigorizándonos de igual manera con cada victoria. Lo que para nosotras es el enésimo HAS MUERTO oscureciendo nuestra pantalla, para nuestro personaje es una muerte dolorosa que lo devuelve a la hoguera para repetirlo todo de nuevo e intentarlo una vez más, quizá de otra manera; todo con tal de no sucumbir al Hueco, a esa no-muerte definitiva y trágica que es abandonar el juego sin haber cumplido nuestras metas. Quizá por eso la estructura en acordeón de Dark Souls (que, como señalaba Podgorski, no es cruel ni exigente, solo imperturbable ante nuestro fracaso) trata de favorecer nuestro avance, que es a un tiempo una huida de la desesperación y una búsqueda constante de un sentido para nuestras acciones. La sensación de triunfo después de horas de frustración es lo que mantiene nuestra cordura como criaturas no-muertas (no en vano derrotar a un jefe suele otorgarnos Humanidad), pero también como jugadoras. El propio Miyazaki confirmó esta intención: “Después de hacer sonar las campanas y superar las trampas de la Fortaleza de Sen, deseaba hacer sentir a la jugadora: ‘¡Sí, lo logré!’”.

Plantear una nueva meta tras conseguir un objetivo supone otro desafío más difícil que el anterior pero ese algo nuevo que superar es también el fulcro de nuestra brújula anímica, un nuevo punto de apoyo para impulsarnos cuando nos fallan las fuerzas. Un clavo ardiendo. Aunque sea mentira. Tras horas de desorientador silencio, Dark Souls cambia notoriamente el modo en que nos guía al introducir a Frampt el Buscarreyes, una antigua serpiente que se presenta en el Santuario tras hacer sonar las Campanas para revelarnos que nuestros triunfos hacen de nosotras las Elegidas entre los No-Muertos, y que nuestro destino es seguir los pasos de Gwyn y enlazar la Primera Llama para poner fin a la maldición de la Marca Oscura. Exponer un objetivo de un modo tan abierto y con un tono épico ya resulta sospechoso, pero el mero título que se nos adjudica tiene algo de contradictorio. Ya el caballero alicaído nos señalaba que muchas personas antes que nosotras persiguieron el mismo objetivo (él incluido) y fracasaron, y el hecho de que Gwyn ya reavivase la Primera Llama una vez y no lograse disipar las tinieblas no es precisamente alentador. ¿Por qué habría de funcionar esta vez? ¿De verdad tenemos algo especial? ¿Será suficiente para que el mundo no sucumba a la oscuridad?

La guía de Frampt nunca es falsa y sus indicaciones se cumplen con exactitud profética, pero tampoco están exentas de intriga: saciar la Vasija del Señor exige grandes almas y Frampt marca a sus poseedores para que los ejecutemos sin remordimiento, pues se han corrompido o ya no son útiles para el orden que impera en Lordran. Sin embargo, hay una parte de la historia que es muy posible que no conozcamos: si no nos alineamos con Frampt (y ¿por qué no íbamos a hacerlo la primera vez?), otra serpiente llamada Kaathe el Acechador saldrá a nuestro paso para revelarnos que fue Gwyn quien se opuso al curso de la naturaleza. El Señor de la Luz, que repartió sus poderes entre sus allegados para que perpetuaran la Edad del Fuego, se sacrificó para enlazar la Llama en un vano intento de posponer una Edad Oscura gobernada por la especie Humana, descendiente del cuarto Señor, aquel Furtivo Pigmeo que encontró un Alma Oscura en el fuego y la dividió entre sus congéneres; por ese motivo, Kaathe no quiere que nos sacrifiquemos para reavivar el fuego, sino que lo dejemos extinguirse y comandemos esta nueva era oscura, abrazando la naturaleza de la Humanidad y el poder del Abismo. Podría parecer que esta es la ruta “verdadera”, pues las palabras de Kaathe echan por tierra todo el engaño urdido por los dioses y nos iluminan sobre nuestro auténtico destino como descendientes del Pigmeo, pero tampoco él nos cuenta toda la verdad, porque sus intereses también necesitan de una criatura no-muerta con la determinación suficiente como para persistir tras infinitas derrotas y volver a poner en marcha la rueda del orden natural.

Un oscuro agujero en el tiempo conduce hasta la desaparecida Oolacile, donde siglos atrás el Abismo estuvo a punto de consumir la tierra hasta no dejar rastro. A medida que nos abrimos paso entre su terreno desfigurado por la oscuridad, averiguamos que una serpiente oscura embaucó al pueblo de Oolacile para despertar a un humano primigenio y servirse de su poder, pero lo hicieron enloquecer e y su rabia desató un auténtico Abismo que corrompió todo a su paso. La Humanidad descontrolada de Manus, el antiguo humano, convirtió a los habitantes del pueblo en monstruos sedientos de sangre, y ni siquiera el virtuoso caballero Artorias pudo evitar sucumbir a las mismas tinieblas que le habían encomendado detener. Y aunque, finalmente, somos capaces de cumplir la misión de Artorias y frenar la expansión del Abismo, ¿de qué servirá en el futuro? Si las llamas están destinadas a extinguirse hasta que solo quede oscuridad, si la sustancia de la Humanidad es malsana para los seres humanos y los priva de toda entidad y propósito, ¿qué opción queda más allá de escoger la mentira que menos nos duela?

Ascuas que serán incendio

Humanos, monstruos, héroes o Señores, todas las criaturas que han pisado Lordran se encontraron de un modo u otro ante esa misma pregunta y sucumbieron al mismo vacío cuando comprendieron que no existe respuesta para ella. Fuese por ambición, por soberbia, por curiosidad, por lealtad, por desesperación o por miedo, todas sus historias terminaron irremediablemente en tragedia y por eso solo nos encontramos con tristes vestigios de lo que en su día fueron seres de leyenda, gloria y poder. Y pese a la carga emocional de estos personajes y sus peleas, hay algo decepcionante en comprobar que, en su caída, depusieron las palabras pero no las armas. Parece que el único espacio para la empatía en Dark Souls se da siempre a posteriori, pues a menudo solo podemos conocer a los jefes que nos cierran el paso a través de los tristes trofeos que dejan cuando segamos sus vidas. Gwyn, Seath o los Cuatro Reyes, todos ellos consumidos por sus propios sacrificios y obsesiones, no son siquiera capaces de mediar palabra con quien se adentra en sus dominios; de la Bruja de Izalith no queda más que un inhumano vestigio, pero su progenie, aunque conserva la razón, tampoco se pronuncia sobre sus propósitos ni para presentar batalla; como Señor de la muerte, es imposible que Nito pueda volverse Hueco, pero el Rey del Cementerio guarda tanto silencio como las tumbas sobre las que gobierna; ni siquiera a Artorias, a quien la corrupción del Abismo no le impidió seguir luchando contra su expansión, se le permitió conservar una voz que se abriese paso entre las sombras para recordar a sus camaradas y los motivos por los que lucharon juntos.

No, no son estas historias las que han dado su sentido más importante y emocional a Dark Souls durante esta última década, sino las narrativas que cada persona al otro lado de la pantalla, cada Elegida entre los No Muertos, ha ido construyendo a través de su experiencia con la obra: relatos de ascensos heroicos, de superación de duelos y conflictos personales a través de cada victoria, de persistencia frente a los desafíos de un mundo impasible, de retos autoimpuestos para rescatar el espíritu de desafío y superación de las primeras veces, de fidelidades inquebrantables a un propósito enteramente propio. Nunca fueron los (cada vez más escasos e ignorados) discursos elitistas del git gud ni la alabanza ciega a una dificultad que nunca fue el centro de la experiencia (más bien, un vehículo para el sentimiento de realización y triunfo); quienes han hecho y siguen haciendo a Dark Souls y a la obra de From Software una leyenda viva en el mundo del videojuego son todas esas personas que un día decidieron embarcarse en un mundo silencioso con una espada rota en la mano y nada que perder, y que decidieron permanecer hasta hoy.

Y eso no significa que Dark Souls sea, ni por asomo, un juego perfecto: a pesar de la mayor experiencia del estudio y de una dirección creativa mucho mejor planteada, es evidente que la segunda mitad del juego palidece frente a las primeras horas en lo tocante al diseño jugable, con áreas menos imaginativas, mucho más lineales y cuyos obstáculos a menudo desafían la paciencia más que el ingenio; hay una molesta y a veces injusta fricción entre animar a las jugadoras a explorar y castigarlas poco después por no haber “previsto” un peligro para el que no había preparación; aunque a nivel técnico mantiene el tipo, sus versiones originales tenían graves problemas de iluminación y framerate, y lo tosco y farragoso de sus controles y mecánicas hace que los años le hayan pasado factura; y me cuesta horrores tratarlo de obra maestra, pues, al igual que Demon’s Souls, a menudo es endiosado para su propio perjuicio, ya que pasar por alto sus grietas significa ignorar una parte fundamental de su identidad. Porque Demon’s sería el primero, pero Dark Souls fue el juego que de veras lo empezó todo, el que convirtió la saga Souls en una escuela con millones de adeptos: una fórmula modular, con un núcleo sólido en torno al cual experimentar, que terminaría por convertirse en el género de pleno derecho que llamamos soulslike. Y sus grietas importan, pero también todo lo que consiguió a pesar de ellas y lo que aún es posible ver a su través.

Soy consciente de haberme dejado litros en el tintero, porque la esencia de Dark Souls es difícil de agotar por minucioso que sea su análisis, pero no me preocupa, porque lo importante es que, diez años después, seguimos aquí hablando de este juego con el mismo calor. Quizá sea porque regresar a Lordran es como volver a nuestro viejo barrio, rememorando lo imponente que nos parecía la primera vez y sonriendo ahora al recordar hasta los detalles más minúsculos, recorriendo los mismos senderos que tantos años atrás horadamos con los pasos de la costumbre, mientras buscamos una de esas hogueras que alguien plantó en algún recoveco, pensando en quién nos encontraremos conversando en torno al fuego.

Bibliografía y referencias

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Mateo Trapiello
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Written by Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Algo así como crítico cultural. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”

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