Bloodborne: un mito (re)escrito con sangre [Almas Examinadas #4]

Para quienes aún sueñan

Mateo Trapiello
42 min readSep 20, 2022

Oh, sí… sangre pálida… Bien, has venido al lugar apropiado. Yharnam es el hogar del trasvase de sangre. Sólo debes desentrañar su misterio. ¿Cómo debe empezar una extranjera como tú? Fácil, con un poco de sangre de Yharnam propia… Antes necesitarás un contrato…

Mi primera noche en la ciudad fue devastadora. Había oído hablar de ella, claro, e incluso a través de los ojos de terceras personas había tenido la oportunidad de asomarme a sus calles. Empecé a sentirme fascinado por lo que sabía de ella pero también por lo que no había forma de conocer, por sus secretos y… sus peligros. El fuego de una curiosidad malsana prendió con una minúscula chispa en la yesca de mi cerebro, ávido de experimentar un lugar tan inenarrable; el mismo fuego que, en el pasado, había avivado los más siniestros motores de la historia de la urbe. Una ironía que no se revelaría como tal hasta mucho, mucho tiempo después. Necio y soberbio de mí, con tan escaso saber me creía preparado para desentrañar su misterio por mí mismo… Pero una y otra vez me vi derribado y destruido en aquellas lóbregas callejuelas, herido por la horca y la espada, por la zarpa y la mandíbula… Y, a pesar de todo, una y otra vez regresé.

Han pasado muchos años desde aquella noche, años en que me he dejado arrastrar gustoso por muchas noches más, dejando que mi cuerpo se guiase por un retorcido frenesí, hasta adquirir un saber que solo dan las cicatrices. Cacerías interminables vistiendo los colores de una noche de luna llena, cortando el aire con sierras y disparos, abriendo mis ojos a lo desconocido, abriendo puertas que debían permanecer cerradas, cubriéndome de sangre. Con tanta fruición he revivido esa noche furiosa y terrible que, desde entonces, mis sueños más cautivadores se pueblan de edificios afilados y flores de otro mundo. Porque yo puedo salir de la ciudad, pero la ciudad no saldrá de mí. Jamás.

Vientos de cambio

¿Cómo es el juego más personal de un director que no cree en la intención del autor?

En 2014, poco después del lanzamiento de Dark Souls II, Hidetaka Miyazaki fue designado presidente del estudio FromSoftware. Tras convertir un proyecto fallido en la seminal obra de culto a la que llamamos Demon’s Souls para poco después redefinir el lenguaje de los videojuegos que vendrían en el futuro próximo con el clásico moderno que Dark Souls, Miyazaki había vuelto a poner en el mapa a una compañía que jamás había conocido semejantes cotas de reconocimiento ni dentro ni fuera de Japón; un aval más que suficiente para ascender al puesto de máxima responsabilidad al hombre que, en unos pocos años, se había convertido en uno de los directores más laureados de su generación. La única condición que puso para aceptar el puesto era simple: poder seguir tomando parte activa en el desarrollo de videojuegos.

Él mismo reconocía que podría parecer inadecuado poner peros para aceptar un ascenso, pero Miyazaki gozaba de gran respeto en la compañía, precisamente, por la pasión con la que se dedicaba a su innegociable vocación de crear videojuegos; nadie en From olvidaba que, cuando entró en el estudio diez años antes para cumplir ese deseo, lo hizo renunciando a un puesto estable y mucho mejor retribuido en una puntera empresa de software. Admirado entre el personal por su tesón y elevado a genio visionario por la crítica internacional, muchos ojos se posaban en Hidetaka Miyazaki y pensaban, con cierta inquietud, en cuál sería su siguiente paso, ahora que su labor creativa habría de compaginarse con la directiva. Sin embargo, en lugar de verse obligado a cambiar de trayectoria, encontró en esta tesitura una extensión de la misma filosofía de trabajo que llevaba aplicando desde el desarrollo de Dark Souls.

Cabe recordar que la representación que ciertos relatos han hecho de Miyazaki como único responsable de las grandes ideas de su estudio, una personalidad entre un millón tocada por la genialidad, no se corresponde con sus modos de hacer colaborativos y su puesta en valor del criterio propio del equipo. Si bien en Demon’s Souls podría decirse que el desarrollo giró en torno a su figura (dado que el proyecto encontró en el joven director la dirección creativa sólida de la que había carecido hasta entonces), ya en Dark Souls comenzó a desarrollar su técnica, que con el tiempo se haría célebre, de dar directrices vagas a su equipo creativo con la intención de que las interpretasen con libertad, de modo que los grandes conceptos centrales del proyecto se materializasen de un modo diverso e inesperado. Con Dark Souls II decidió adoptar un perfil supervisor, menos intrusivo, para permitir que otra persona tuviese la oportunidad de dirigir un título tan esperado, pero con ello dio un paso más a la idea de que Souls debía ser una fórmula abierta, que no se agotase en su rol de director: Quería ver qué clase de posibilidades aguardaban a que el concepto base de Dark Souls dejase de estar encadenado a mí.

Implicar el talento de más personas y confiarles ciertas áreas clave de los proyectos venideros, por tanto, no fue un sacrificio necesario para ser presidente y desarrollador a la vez, sino un paso lógico en una forma de proceder que nunca fue ni individualista, ni conservadora.Así es como quiero que sean las cosas de aquí en adelante, llegaría a decir. “Creo que esta ha sido una puesta a prueba valiosa. No es que ya no esté íntimamente involucrado [en el desarrollo], solo que el proceso ha cambiado. El cambio no ha sido malo. Trabajar de forma cooperativa es motivador.” Aquella “prueba” no se realizó en condiciones seguras con un título continuista, como quizás habría sido lo esperable, sino con un drástico viraje de tono y ambientación que auguraba un cierto distanciamiento del nombre Souls tal y como se conocía. Sorprendentemente, aquel experimento se convirtió en su juego más exitoso hasta la fecha, el que habría de propulsar definitivamente a la saga y a sus creadores desde la categoría de nicho a la de fenómeno mundial. El título que más despertó las mentes inquisitivas de sus jugadores y aquel que más secretos sigue ocultando a día de hoy. Para muchas personas, el mejor juego de Hidetaka Miyazaki; para él, su título favorito de todos cuantos ha creado hasta la fecha.

De vuelta al Japan Studio

Retomo la pregunta que hacía al inicio: ¿cómo puede el desarrollo más colaborativo de FromSoftware ser a la vez el juego más personal de Hidetaka Miyazaki? Por mucho que tienda a ponerse de perfil cuando se alude a sus méritos (Personalmente, prefiero evitar poner mi orgullo a la vista), nunca hasta entonces la identidad del director se había plasmado de un modo tan potente como en este proyecto, aunque no del modo que cabría esperar. Y es que la más significativa de todas sus aportaciones, aunque no la más visible, es sumar visiones para dar forma a sus propias ideas, saliéndose de los márgenes de la fórmula Souls sin perder de vista todo lo que los había llevado hasta allí.

La primera consecuencia del triunfo de Dark Souls fue la inauguración de una época de desarrollos solapados en FromSoftware que se influirían unos a otros. El camino de la secuela estaba más que claro, pero también se abrió la posibilidad de desarrollar el contenido que, por falta de tiempo y recursos, había quedado fuera del juego base. Miyazaki coordinó el desarrollo de la expansión Artorias of the Abyss y a la vez sirvió, como ya sabemos, de supervisor de Dark Souls II. Poco antes de que Artorias of the Abyss estuviera listo para salir al mercado, la luz de la octava generación de consolas comenzaba a atisbarse en el horizonte y Sony Computer Entertainment se puso en contacto con el estudio con la intención de volver a colaborar. Con las manos prácticamente libres y la promesa de un hardware más potente, Miyazaki vio una oportunidad de oro para escribir un capítulo de su carrera con ideas que llevaban tiempo bullendo en su cabeza. “Siempre había querido realizar un juego ambientado en la era victoriana, pero para que luciera bien (con el vestuario, la arquitectura y demás) hacía falta una consola más potente que las que había en aquel entonces. La llegada de la PS4 finalmente nos lo permitió.”

Aquel nuevo mundo daría sus primeros pasos en Rumanía y República Checa, donde Miyazaki y su equipo viajaron para “beber de su gótico esplendor”. Se llevaron consigo arbotantes y chapiteles con los que apuntalaron y coronaron las calles, aún imaginarias, de una ciudad lúgubre, decadente y siniestra, estratificada y con profundos cimientos hundidos en clásicos como Drácula y Van Helsing, sembrada de farolas que arrojasen algo de luz entre la niebla y acosada por el fantasma de una vieja plaga como la que conmemoran las Columnas de la Peste que se yerguen por Europa central. Aquellas primeras e inspiradoras referencias configuraron las ideas centrales que guiarían el proyecto; sin embargo, mientras que en Dark Souls aquellos conceptos tenían un carácter ontológico y describían el mundo de Lordran, este nuevo desarrollo orbitaba más en torno a sensaciones, símbolos y pulsiones. Las más importantes de todas serían la exploración de lo desconocido y la lucha feroz por la propia vida.

Como era costumbre en From, todas estas características fueron guardadas con celo hasta el anuncio oficial del juego y las subsiguientes entrevistas, pero la comunidad Souls, ávida de información sobre las nuevas incursiones de Hidetaka Miyazaki desde que comenzó a correr el rumor de que tenía un nuevo proyecto entre manos, casi echa por tierra este secretismo. A mediados de 2014, la filtración de una serie de imágenes y teasers provisionales de un título con nombre en clave Project Beast convirtió los foros en un hervidero de teorías y especulaciones. Aquella nueva ambientación, que alejaba al estudio del conocido terreno de la espada y brujería, y su aura violenta, inquietante y oscura apuntaban a una nueva IP, pero el reencuentro entre FromSoftware y SCE Japan Studio, quizá sumado al extravagante y (¿por qué no decirlo?) tosco aspecto del gameplay, prendieron la mecha de una pregunta nada descabellada: ¿y si se trataba de Demon’s Souls 2?

Todas estas preguntas bullían en el caldero de los foros y amenazaban con hacerlo estallar, hasta que, en el E3 de 2014, Miyazaki hizo finalmente sonar las campanas y llamó a la cacería. Bloodborne invitó por primera vez al mundo a bañarse en la luz de una luna que, a día de hoy, aún no ha dejado de brillar.

A whole different beast

En cierto sentido, y como sospechaban muchos fans, aquel fascinante Project Beast que terminaría convirtiéndose en Bloodborne hundía sus raíces en los orígenes de la saga, pero el árbol que brotó tenía un aspecto muy diferente y el aroma que desprendían sus flores no podía compararse con ningún otro. Es cierto que entre los primeros monstruos de Project Beast había imponentes caballeros, soldados bestializados, gárgolas llameantes y reyes decrépitos que no habrían desentonado en Boletaria, existen niveles, enemigos y jefes inspirados en su título debut, y el uso de la palabra “Umbasa” (una suerte de bendición repetida por los clérigos de Demon’s Souls) por parte de uno de los jefes de la beta no hacía sino alimentar la confusión de que Hidetaka Miyazaki preparaba un (nuevo) sucesor espiritual de su primer proyecto. Sin embargo, y en contra de todos estos indicios, el director aseguró en reiteradas ocasiones que la intención de SCE nunca fue hacer Demon’s Souls 2, aunque con una concesión: si bien nunca dejó de ser su propia criatura, Bloodborne contiene el ADN de Demon’s Souls y su muy específico diseño de niveles. Bloodborne tiene la sangre de sus antepasados, pero lo importante es cómo se sirvió de ella para evolucionar de un modo impredecible.

Que esta obra marcaba un drástico cambio de tono respecto a las anteriores entregas de la saga Souls ya desde su anuncio oficial y su beta era evidente, pero aquel giro se hizo aún más manifiesto en el primer instante de juego: en su presentación. Las introducciones de Demon’s Souls y Dark Souls tenían un aire legendario y presentaban la historia de sus mundos para dar a la jugadora algo a lo que aferrarse en su andadura; Dark Souls II compartía ese tono, pero guardaba silencio sobre el contexto para centrarse en la figura del personaje protagonista, su maldición y su ineludible destino; pero Bloodborne no es una historia fantástica, sino un relato de terror, y su mejor forma de anticipar la clase de mundo que nos aguarda es hablar poco con extrañas palabras antes de dejarnos a solas en la oscuridad.

Yharnam es una ciudad de renombre. No es grandiosa, ni sus gentes acogedoras, pero la fama de lo que en ella se produce es más que suficiente para que su historia llegue a los oídos más lejanos. Aunque apartada y recelosa de los extranjeros, hacia Yharnam peregrinan muchas personas en busca de una cura para sus males, pues se dice que en la urbe rige una Iglesia que realiza tratamientos con una extraña sangre dotada de propiedades curativas y revigorizantes. Esas habladurías llegaron a oídos de una persona en alguna tierra extranjera, que emprendió un largo viaje al amparo de la oscuridad hasta Yharnam, dio con sus huesos en una sórdida clínica y despertó de una pesadilla de sangre y bestias para encontrarse con los mismos demonios al abrir los ojos. Desorientada, vulnerable y sin más recuerdos de su vida anterior que la turbia experiencia de una transfusión, tomamos el control de esta desdichada forastera sin más perspectivas de futuro que sobrevivir para descifrar la única pista que nos traemos de nuestra vida anterior: “Buscar sangre pálida para trascender la caza.”

Las calles de Yharnam han sido barridas por una marea de desgracia furibunda y violencia apremiante, y solo podemos nadar y girar en la dirección del remolino si no queremos que nos arrastre hasta el fondo. De eso se sirve, en buena medida, el sencillo programa narrativo de Bloodborne: para escapar de este angustioso sinsentido, solo tenemos que cumplir una tarea. Hemos tenido el infortunio de llegar en una noche de cacería y no somos rival para la plaga de bestias que asola estas calles, pero esta es una noche muy especial porque alguien, o algo, quiere que vivamos para unirnos a la caza. Por obra de una fuerza desconocida, resucitamos una y otra vez por cruenta que sea la muerte; nuestra vida está ligada al Sueño del Cazador, un plano fuera de la realidad que sirve de nexo con el mundo de la vigilia, donde habitan el viejo cazador Gehrman y una extraña Muñeca capaz de convertir la sangre de nuestras víctimas en poder. Si queremos escapar de este ciclo de resurrección interminable y sin descanso, debemos tomar las armas, convertirnos en Cazadoras y poner fin a esta plaga.

La sombra de Boletaria es alargada

Llegamos desde una tierra extranjera a un lugar aislado del exterior, que adquirió prosperidad y poder manejando un poder sobrehumano hasta que cayó en decadencia; en nuestro vulnerable estado, pronto sucumbimos ante los peligros de este nuevo mundo pero, en vez de morir, nuestra vida queda ligada a un lugar ultraterreno hasta que pongamos fin a una plaga que ha asolado esta tierra… Aunque los lenguajes, sus recursos y su estética son radicalmente distintos, no es difícil sentir la resonancia de los primeros compases de Demon’s Souls durante el arranque, si bien mucho menos explícito y dirigido, de Bloodborne. En este punto, los paralelismos entre ambas obras apenas acaban de empezar.

Fuese o no la intención de FromSoftware al regresar a SCE, lo cierto es que el nuevo título no solo heredó tropos y referencias de Demon’s Souls, sino rasgos de diseño jugable y narrativo que, aun adaptados y pulidos, evocan los de su ancestro. Igual que las Archipiedras, las lámparas que solo la Cazadora ve por Yharnam son checkpoints escasos en número que únicamente conectan con el Sueño y no permiten descansar; por esta razón, no hay forma de reponer un mínimo de recursos de forma garantizada, pues hasta las curaciones son consumibles que pueden agotarse. La verticalidad de niveles como el Palacio de Boletaria o la Torre de Latria adopta una nueva dimensión en la megalómana arquitectura neogótica de Yharnam, que delinea una constante dicotomía entre el arriba, cargado de secretos inaccesibles o que estarían mejor si nadie los conociera, y el abajo, desde el cual podemos atisbar un conocimiento cuya naturaleza nos es ajena pero que solo por eso resulta aún más acuciante. Aunque las monstruosas bestias que son los primeros jefes de Bloodborne no se asemejan a los variopintos e inclasificables Demonios mayores, ambas metamorfosis nacieron de la sed de poder de los humanos. Y aquella brillante pero problemática idea que era la Tendencia del Mundo, que pretendía dotar al mundo de un carácter dinámico en función de nuestras acciones, evolucionaría de un modo del todo impredecible.

La recuperación y adaptación de aquellas ideas es consustancial a la naturaleza de Bloodborne, pero no lo reducen a una suerte de Demon’s Souls 2 que se limita a hacer todo lo que su antepasado no pudo. Por el contrario, buena parte de lo que hizo célebre a este título en su día y lo ha mantenido tan vigente en la actualidad es su carácter de rara avis dentro de la saga, pues recubre ese esqueleto familiar con articulaciones extravagantes, músculos que lo hacen moverse de un modo impredecible y un rostro al que, sin duda, nunca antes habíamos mirado. Para que el nuevo rumbo de la dirección artística llevase el título a buen puerto, el estudio necesitaba contar otro tipo muy distinto de historia.

Pasos perdidos en una noche de luna llena

La forma en que Bloodborne nos arroja a un mundo hostil sin tan siquiera el débil pertrecho del saber común (algo que cobrará aún más sentido a medida que avance el juego) pone pronto de manifiesto que nos encontramos, primero y ante todo, frente a un juego de terror. Cierto es que todas las entregas de la saga comparten una atmósfera tensa: la amenaza constante de una nueva emboscada a la vuelta de la esquina, de una trampa que nos envié de vuelta a la hoguera o de un paso en falso que nos haga perder nuestras almas persiste casi inalterada en Bloodborne. Sin embargo, Miyazaki reconoció que, si Bloodborne es particularmente oscuro, violento y a menudo incómodo, no solo se debe a motivos jugables: “Es importante tener esa sensación de miedo y terror porque enlaza directamente con su superación por parte de la jugadora. […] Al mismo tiempo, mi visión personal es que el mundo en que vivimos puede ser un lugar hostil y cruel […] y eso se traslada a mis juegos.” Hay matices fundamentales en la desprotección que se experimenta en Bloodborne en comparación con los Souls anteriores y la gran mayoría de ellos tienen que ver con el conocimiento. En sus primeros compases, más concretamente, el miedo nace de su ausencia.

El terror gótico no solo sirve como un evidente fundamento estético (la aparente licantropía que infecta a los yharnamitas, las calles laberínticas y claustrofóbicas, la sensación de abandono y ruina de una urbe en su día orgullosa…), sino que es el lenguaje fundamental del misterio de Bloodborne. Y “misterio” es la palabra exacta. Conocer, aunque fuera de un modo superficial, las reglas de la maldición de los no-muertos en Lordran y Drangleic ofrecía un cimiento para el aprendizaje y, con él, la supervivencia y la progresión; en Yharnam, la maldición de las bestias que asolan sus calles solo habla el lenguaje de las garras y los gruñidos, y la incómoda certeza de que nosotras mismas podríamos convertirnos en bestias sin saber siquiera por qué solo acrecienta nuestra ansiedad. Todas las personas con dos dedos de frente están escondidas en sus casas, sin intenciones de ayudar a una extranjera estúpida que no sabe en qué lío se ha metido, y las pocas que se dignan a contestarnos con algo más que risotadas histéricas apenas pueden ofrecernos pistas vagas e indicaciones que a menudo acaban en vía muerta, pues no saben mucho más que nosotras acerca de este lugar y sus secretos. Un diálogo entrecortado con otro forastero enfermo a través de los postigos de su ventana y una nota en el suelo del taller de Gehrman son las únicas y poco concluyentes orientaciones que podemos encontrar al inicio del juego acerca de la sangre pálida y el Sueño del Cazador; nada podemos hacer con ellas más que recordarlas con la esperanza de que cobren algo de sentido más adelante.

El desconocimiento es parte fundamental del terror dentro de la pantalla, pero también la traspasa e intoxica lo extradiegético, pues es fácil sentirnos tan perdidas como la Cazadora cuando tratamos de manejarnos en un videojuego que bien podríamos decir que carece de guion. Cierto es que los Souls se hicieron célebres por eludir los mecanismos tradicionales de expresión, pero mientras que debajo de aquel fragmentarismo y ese silencio en la narración expresa subyacía una sucesión de eventos relativamente sencilla, no puede en modo alguno decirse eso de Bloodborne. En su lugar, existe una inmensa cantidad de subtexto (de nuevo, incompleto y fragmentado, pero mucho más rico en significado que en Dark Souls) alrededor de un escueto programa narrativo impuesto por la diégesis (poner fin a la plaga de las bestias para escapar del Sueño), cuyo significado no es necesario comprender para que se nos obligue a ceñirnos a su mandato. Sirvan como explicación las palabras de Dayo en su análisis de 2015:

Miyazaki […] diluye el guion hasta el punto de que se fusiona con el resto de la experiencia. El simple descubrimiento de una localización, la ropa que lleva un personaje […] la localización de los enemigos… Todo contribuye a hablar sobre la situación en la que se encuentra Yharnam. Según esta perspectiva, el juego rechaza la idea del guion tradicional y simplemente sitúa al jugador en un aquí y un ahora, dejando que sea él quien construya la historia desde cero.

Dark Souls tenía argumento. Si miras a la imagen global puedes ver una historia que avanza, que tiene giros y demás, y a su alrededor se construyen el resto de subtramas. Sin embargo, Bloodborne tiene un principio, un final y un vehículo narrativo que marca los ritmos. Punto. […] Es más un retrato de Yharnam que del paso del jugador por Yharnam.

Participar en la comunión de narrar

Bloodborne es, con toda seguridad, el juego que menos orienta a la jugadora de toda la saga. No solo nos priva (más aún que los Souls anteriores) de objetivos claros, sino que es el más obtuso a la hora de explicar cuáles son las reglas que operan en el plano diegético y el interactivo, porque así funciona la clase de historia que quiere contar. Sin embargo, estos silencios generan un interesante efecto en paralelo: dotar de mayor agencia narrativa a la jugadora. Bloodborne carece de un auténtico texto, pero la experiencia se sustenta en un amplio entramado de subtexto, de hilos tan ligeros que cuesta ver dónde empiezan y acaban, pero firmemente trenzados. Yharnam es un crisol donde narrativa, jugabilidad, mecánicas y espacio virtual bullen inseparables, y el meticuloso detallismo de FromSoftware hace que pueda extraerse significado de todas ellas a medida que vamos encontrando cada hilo de la trama. Un dicho muy extendido acerca de la narrativa de Dark Souls era que no contaba una historia, sino que la vivías; en Bloodborne, para poder vivir la historia, nosotras tenemos que contarla.

En Concédenos ojos. Bloodborne y el terror cósmico interactivo, Daniel Fernández considera que Bloodborne no solo invita a reconstruir la historia como ocurría en Dark Souls, sino que delega las funciones narrativas del juego casi por entero en la jugadora, obligándola a cruzar referencias confusas, contradictorias, ocultas o directamente falsas para intentar comprender los eventos cada vez más extraños de los que es testigo. Para permitir (que no facilitar) alguna clase de interpretación, Miyazaki siembra su juego de descriptores narrativos, signos que apuntalan la coherencia interna de este mundo, lo bastante fiables como para establecer “convenciones que complementan al texto” y sugiriéndonos “una lógica representacional que separa lo que es admisible dentro de ese mundo.” Son señales que nos autorizan a emplear del modo más provechoso la información que Bloodborne nos ofrece: palabras, formas o indicios recurrentes que nos ponen sobre la pista del sentido de la información que recibimos. Conociendo estas herramientas y aprendiendo a combinarlas, pues rara vez tienen sentido por sí solas, vamos construyendo lo que Umberto Eco llamaba enciclopedia, en la que nos apoyamos para asignar a la información que esta narración nos brinda un cierto significado.

Bloodborne es un juego muy rico en información, pero sumamente destilada y diseminada por un mundo que no es más desafiante que los anteriores por sus peligros, sino por nuestra ausencia casi total de guías. Buena parte de esta no-dirección parte del hecho de que Bloodborne tiene un aire acuciante: la brevedad de su tiempo interno, la urgencia del mandato que se nos impone y por lo opresivo de su espacio no invitan a la exploración igual lo hacían DS1 y DS2. No queremos adentrarnos en Yharnam, sino escapar, pero quiere la ironía que abandonar este oscuro laberinto exija perderse en él hasta llegar a su mismo fondo. No hay descanso para la Cazadora en esta noche de cacería; tan ubicuo es el peligro, tan constante la sensación de acecho, que pasamos literalmente toda la noche en pie. No hay tiempo de sentarse a descansar junto a las lámparas, que además no ofrecen el calor y refugio de las hogueras; solo nos envían de vuelta al Sueño para reabastecer nuestro equipo, fortalecer nuestras armas, arrodillarnos frente a la Muñeca para adquirir poder, quizá escuchar alguna críptica historia del esquivo Gehrman con la esperanza de que nos sirva de orientación y regresar de nuevo al mundo de la vigilia para arrebatar la vida a más bestias… o a quienes se interpongan en nuestro camino.

Ese ritmo invita a no reflexionar sobre nuestras acciones en el gran esquema de las cosas y centrarnos en lo inmediato: el arma que sabemos utilizar, el camino obvio, el enemigo al que se puede matar. La cacería se extiende sobre el microcosmos de Yharnam como una mancha de aceite, impregnando todo cuanto tocamos y enturbiando el fondo de las cosas cuando intentamos mirarlas con detalle, y Gehrman nos deja clara su filosofía al respecto en nuestro primer encuentro: “Seguro que estás hecha un buen lío, pero no pienses demasiado en todo esto. Sal y mata unas cuantas bestias. Te vendrá bien. ¡Ya sabes, es lo que hacen los cazadores! Te acostumbrarás…” Estas palabras, más que tranquilizarnos, nos recuerdan el mandato que pesa sobre nosotros, el de esa fuerza invisible que corre en paralelo con el programa narrativo de Bloodborne como videojuego: lucha contra bestias, obtén poder, mata más bestias, sobrevive a la noche. Estamos a solas en el mundo de la vigilia y más que avanzar en Yharnam, tropezamos con ella, pues Bloodborne es un juego donde resulta imposible distinguir qué es obligatorio y qué es opcional.

La laxa dirección de la jugadora que emana de su naturaleza de metroidvania parece jugar a la contra de lo que se exige de nosotras desde la diégesis: las vías cortadas, los puntos de referencia inaccesibles y las puertas que solo se abren desde el otro lado impiden que cumplamos con el programa narrativo de forma estricta, obligándonos a tomar desvíos, haciéndonos recordar esos obstáculos para volver a ellos en el futuro o, sencillamente, desorientándonos. A solas en esta terrible noche de luna llena, sin nadie que pueda proporcionarnos pistas útiles y desconocedoras de la naturaleza de nuestra “misión”, será cuestión de tiempo que nuestros ojos se topen con algo que no deberíamos ver.

“… lugares que es mejor no tocar, secretos que es mejor olvidar…”

Nada es evidente en Bloodborne y sus escenarios, así como los jefes que rigen en ellos, no son una excepción. Con frecuencia, Dark Souls anticipaba abiertamente los encuentros con bosses o ciertas áreas a través de diálogos; en Bloodborne se nos habla de lugares como el Distrito de la Catedral, Viejo Yharnam o Byrgenwerth con la intención de que busquemos el modo de llegar a ellos, pero nunca se advierte de lo que allí nos aguarda. De hecho, el juego es especialmente discreto en lo concerniente a sus jefes: no hay puertas de niebla que avisen de que estamos a punto de entrar en una arena de combate, y el carácter ominoso de los escenarios, que nos hace sospechar de cada recodo, juega con esa anticipación para que rara vez esperemos encontrarnos un jefe hasta que nos damos de bruces con él. Estas peleas siempre habían sido uno de los puntos fuertes de la saga, pero en aquí son el centro de gravedad del diseño jugable, artístico y narrativo, pues los jefes de Bloodborne son los más memorables descriptores narrativos de toda la experiencia, los que más respuestas pueden darnos acerca de los secretos de Yharnam… y los que más preguntas suscitan.

Al igual que hace con el resto de signos maestros, Miyazaki distribuye con ambivalencia la riqueza de información de su obra. Basta contrastar su número e impacto en la historia: del total de cuarenta y tres jefes repartidos por el mundo (diecisiete en el juego base, más cinco en la expansión The Old Hunters y veintiuno en las Mazmorras del Cáliz, ambos segmentos más claramente opcionales), solo siete son obligatorios para llegar al primer final del juego. Sin embargo, el silencio casi total que Bloodborne guarda en torno a todos ellos hace imposible saber cuáles son los relevantes, ni cuál es su guarida. En Dark Souls se nos señalaban los poseedores de las Almas de Señor por nombre y lugar; aquí, nuestro único propósito es cazar, pero cualquier cosa podría ser ser nuestra presa. No es solo que Bloodborne nos dé libertad para explorar como en los Souls, sino que su diseño contempla y favorece que demos tumbos, nos extraviemos de nuestra ruta planeada (si es que la teníamos) y hagamos descubrimientos inesperados.

Los niveles y los seres que los pueblan son esencia unos de otros, se definen mutuamente; por eso, a medida que nos alejamos de aquello que creíamos conocer, la mancha de la cacería pierde su untuosa opacidad y revela algo más. La Bestia Clérigo, el Padre Gascoigne o la Vicaria Amelia son un objetivo claro y sin grises para una Cazadora recién llegada y su naturaleza permite entrelazar la transfusión de sangre, la metamorfosis y la Iglesia de la Sanación, pero cuanto más nos alejamos del centro de la ciudad el terror también cambia de forma. Yharnam está llena de pliegues que ocultan lo que nadie debería ver, donde moran bestias no-muertas, siniestras recolectoras de ojos y secuestradores inhumanos; en los espesos bosques que ensombrecen las afueras, la pesadilla se filtra en el mundo real en forma de sierpes venenosas y guardianes de tiempos remotos; allí donde se esconden los grandes secretos, fuerzas extrañas nos arrastran a espacios imposibles, separados del espacio y el tiempo, donde criaturas inimaginables hacen tambalearse nuestra visión de la realidad. ¿Qué es más fácil de asimilar: que ese horror incomprensible viene de un mundo distinto al nuestro o que ha estado a nuestro lado todo este tiempo? Todo se vuelve más extraño y abrimos nuestros ojos a lo desconocido, pero en Bloodborne el conocimiento rara vez es poder.

La verdad arcana

La influencia de H.P. Lovecraft siempre ha estado presente en la obra de From Software. Es fácil encontrarla en las ciclópeas construcciones de Latria gobernadas por un rey de amarillo, en el culto a los muertos del Altar de las Tormentas, en la demoníaca civilización subterránea de Izalith Perdida… Al igual que con el resto de su arsenal de maestros, Miyazaki siempre ha sido abierto a la hora de reconocer la influencia del autor de Providence, pero durante muchos años se había servido de su obra más bien como referente estético, un manual siempre efectivo para crear atmósferas inquietantes con un sabor especial. Sin embargo, la literatura de Lovecraft corre por las venas de Bloodborne, impregnando sus temas, su estructura y la fórmula, cambiante y engañosa, de su terror. La estética victoriana, la cacería, la luna y las bestias habían sido el foco absoluto de la campaña de marketing del juego y en las primeras horas del juego eso es precisamente lo que encontramos; por eso es mucho más desconcertante, casi angustioso, cuando el horror cósmico se revela ante nuestros ojos y nos muestra, con una sonrisa torva, las cartas que llevaba jugando todo este tiempo: la pequeñez del ser humano en los titánicos estratos del espacio-tiempo y la falsedad de su conocimiento sobre el universo frente a saberes prohibidos para los que ninguna mente está preparada.

Porque, más que un giro dramático, Bloodborne expone al Lovecraft entre bambalinas haciéndonos atar cabos con todas esas pequeñas preguntas sin respuesta que rajaban como finas grietas el monolito de la cacería: ¿qué representan las extrañas esculturas que jalonan el ascenso a la Gran Catedral? ¿Cuál es la naturaleza de la fuerza invisible que nos levanta en el aire y nos destruye junto a la Capilla Oedon? ¿Por qué existe una versión física del Sueño del Cazador en una recóndita puerta casi inaccesible de un taller de la Iglesia? ¿Qué es la aldea invisible de Yahar’Gul y por qué hay secuestradores arrastrando a ciudadanos hasta sus prisiones? ¿Quiénes son esos Grandes que algunos objetos mencionan y por qué sus voces transcritas en forma de runas otorgan poderes?

Seguimos explorando en busca de respuestas y caemos a toda velocidad por la madriguera del conejo: desde el oscuro bosque ascendemos a la clínica donde despertamos para descubrir que la doctora que nos salvó ha sido reemplazada por una impostora y convertida en una criatura que no dudaríamos en llamar “extraterrestre”; en Byrgenwerth, donde los eruditos estudiaban la vieja sangre, no quedan más que mutantes desprovistos de toda humanidad, y su líder parece estar a medio camino de la trascendencia; sus auténticas aulas flotan a la deriva en algún recodo del cosmos y sus estudiantes adquirieron un saber tan inasumible que se disolvieron en cuerpo y mente; vemos con nuestros ojos y tocamos con nuestras manos la pesadilla, poblada por bestias de civilizaciones extintas y criaturas tan alienígenas que sería fácil adorarlas como a dioses. Acumulamos un conocimiento que tal vez era prohibido por una buena razón, pero ya no hay marcha atrás y ahora nuestros ojos pueden ver cosas que no veían antes. Nadie sabe nada, nadie puede ayudarnos: hemos roto el secreto del ritual y ahora es nuestra responsabilidad mirar de frente aquello que hemos revelado.

Pocos elementos de diseño hacen justicia al adjetivo “ludonarrativo” como la Lucidez, una de las mecánicas más definitorias de la clase de obra que es Bloodborne y de su filosofía de diseño. Derrotar a un jefe, abrir esa puerta que llevaba tanto tiempo cerrada, presenciar un evento inexplicable, encontrar un lugar desconocido… el conocimiento que adquirimos con cada descubrimiento se convierte en Lucidez, un valor que abre poco a poco nuestros ojos a secretos del mundo que una mente dormida no puede apreciar, pero también nos expone a peligros de los que el débil velo de la ignorancia solo trataba de protegernos: los fantasmagóricos Locos de Hemwick, los faroles arcanos llenos de ojos que portan los clérigos de la Catedral, la Amygdala siempre vigilante de la capilla Oedon… En una versión purificada y trascendida de la Tendencia de Demon’s Souls, la realidad se nos revela en su forma más cruelmente auténtica; pero, mientras que la Tendencia era un reflejo del impacto de nuestras acciones en cada rincón del mundo, la Lucidez es un recordatorio de nuestra impotencia y pequeñez, la misma que Lovecraft imprimía en unos personajes que rara vez eran más que testigos impotentes del peso incalculable del cosmos.

Adquirir la suficiente Lucidez como para descubrir que nuestros pasos siempre han sido observados desde lo alto por un millar de ojos inhumanos no nos da tranquilidad ni poder; solo es un amargo recordatorio de que somos marionetas manejadas por manos invisibles danzando sin rumbo. Lo máximo a lo que podemos aspirar es ver los hilos que nos atan, pero… ¿acaso sirve de algo mirar sin ver? Todo este conocimiento, toda esta Lucidez que amenaza nuestra cordura, no nos sirve ni dentro ni fuera de la pantalla para comprender las reglas que operaban en la sombra, la naturaleza de los enlaces entre personas ávidas de poder y criaturas tan alejadas de los intereses humanos que (como las deidades lovecraftianas) no puede decirse de ellas que sean benévolas o malignas. La correlación de eventos de Bloodborne, el no-guion que tanto dolor de cabeza nos provoca, es casi inexplicable porque no responde a patrones narrativos normales; su sentido es simbólico antes que lógico, como ya decía, quizá con más claridad que nadie, Eva Millán, la mitad del desaparecido canal bukku qui.

“Bloodborne no es un juego narrativo. […] Aunque lo pueda parecer, no tiene inicio, nudo y desenlace. Sus cinemáticas, sus descripciones de objetos y sus diálogos sirven para evocar sensaciones y dar forma al mundo, no para contar una historia. […] El juego de Miyazaki es lírico, no narrativo: se parece más a una poesía que a una novela; prefiere transmitir sentimientos y emociones antes que contar una historia.”

Siempre ha sido habitual llegar al final de un Souls con más preguntas que respuestas, pero ese liricismo de Bloodborne produce una sensación de confusión todavía mayor durante nuestra andadura, que se hace más y más patente conforme nos aproximamos al final de la noche. En los últimos compases del juego, tras el descenso de la luna roja (señal de que hemos desvelado esa desconocida “verdad arcana”), asistimos a monstruosos rituales, viajamos a la mente en ruinas de un erudito que sucumbió a la pesadilla, ponemos fin a la vida de un Grande en un extraño combate y, cuando al fin regresamos al Sueño del Cazador, vemos que se encuentra devorado por las llamas. Al pie del gran árbol, el viejo Gehrman nos convoca para decirnos que hemos puesto fin a la pesadilla, que el Sueño ha cumplido su función, y como compensación nos ofrece quitarnos la vida y hacernos despertar, liberándonos así de nuestras ataduras y de los recuerdos de la horrible noche que hemos vivido. Se abre así el camino a los tres posibles finales de Bloodborne, que en ningún caso funcionan como grandes clímax, ni siquiera como auténticos desenlaces, y cuanto más inaccesibles son dichos finales, más difícil es desentrañar su sentido.

Si entregamos nuestra vida, Gehrman nos concede una muerte rápida y despertamos, tal y como prometió, con la mente limpia bajo el sol de la mañana. Sin embargo, la cacería nos ha inculcado el instinto de luchar ante toda adversidad: negarnos hará que el anciano revele su auténtica naturaleza como el Primer Cazador y trate de quitarnos la vida por la fuerza. En una de las peleas más emocionales de la historia de FromSoftware, la Cazadora entabla con el maestro de la cacería una batalla semejante a una danza feroz, entre las lápidas de todos los Cazadores del Sueño que caminaron la misma senda que nosotras y bajo la luz de una luna que hace mucho que dejó de ser un astro inocente. Derrotamos a Gehrman y por fin el anciano puede escapar de la pesadilla que tanto tiempo lo retuvo, pero por un precio: la Presencia Lunar, el Grande que concibió el Sueño del Cazador, desciende del cielo y nos apresa para que ocupemos el lugar del anciano. La cacería perdura y alguien cuidará del Sueño para guiar a la próxima alma perdida que encalle en él.

Pero hay una tercera posibilidad. Existen en Yharnam unas reliquias de los Grandes llamadas Tercios de Cordón Umbilical, fruto de la “bendición” de un vientre humano con la semilla de uno de estos seres superiores. Consumir tres de estos objetos antes de nuestra batalla final concede un grado de Lucidez tal que podemos resistir el hechizo de la Presencia Lunar y, por última vez, luchar de vuelta. Esta vez, el conocimiento sí es poder, uno con el que podemos cazar una pesadilla con nuestras propias manos. Pero, por supuesto, ese saber arcano también tiene un coste, aunque hay quien lo consideraría un milagro. Una bendición, incluso. Es imposible saber si es a causa de los tres Tercios y la Lucidez que otorgan, o por haber segado la vida de un Grande tan poderoso, pero, de un modo u otro, la Cazadora deja de ser quien era. En su lugar, la Muñeca encuentra una cría de Grande, una forma de vida trascendida. Cuál será el destino de esta criatura que ya no somos nosotras, si abanderará una nueva edad en la que los seres humanos no luchen en las guerras de sus falsos dioses, es imposible saberlo; ni siquiera la experiencia de muchas noches de cacería basta para interpretar la extraña lírica de Hidetaka Miyazaki.

El horror cósmico nacía de la indefensión y la impotencia de sus protagonistas frente a fuerzas inconmensurables, de que desvelar el conocimiento prohibido podía llevar a las mentes más lúcidas a la locura. Pero en Bloodborne todo lo que está oculto puede revelarse, todo lo que se hace corpóreo es real y todo lo que sangra puede morir. Esa es la única verdad que nos mantiene con vida en esta noche de luna llena: la lucha es el único camino para escapar de esta tortura.

Purificando el idioma de la pugna

La inédita profundidad narrativa de Bloodborne y sus métodos cada vez más destilados de transmitir significados podrían hacer pensar que esta es una obra enrevesada, tan ramificada en todas direcciones que termina tropezando consigo misma; no obstante, estas características resultan aún más meritorias cuando un examen atento demuestra que estamos ante la mutación más minimalista de la fórmula Souls hasta la fecha. Ni en términos narrativos ni mecánicos el estudio había firmado un trabajo que enfocase tan bien sus energías, aunque la diversificación de los roles directivos y de diseño pudiera hacer pensar lo contrario. Cuesta no pensar en Miyazaki regresando a las enseñanzas de su maestro Fumito Ueda y su diseño por sustracción, pues donde Dark Souls II trataba de poner soluciones específicas a una miríada de problemas en forma de ítems y sistemas, Bloodborne simplifica el diseño aboliendo el problema de raíz para evitar la distracción de tener que resolverlo.

Casi se pueden escuchar las conversaciones en la mesa de dibujo: si las antorchas se consumen con el tiempo pero ofrecemos repuestos regularmente porque queremos que se usen, ¿por qué no convertirla en un objeto equipable que nunca se agota? Si facilitamos diversos recursos para lidiar con el peso de equipo porque sabemos que es molesto, ¿por qué no suprimir la variable del peso? Si para cada estado alterado ofrecemos métodos para aumentar las resistencias a él y paliar sus efectos, ¿no sería mejor tener menos estados y usar ese peligro de formas más creativas? Si resulta farragoso tener tantos materiales para mejorar o aplicar efectos a las armas, ¿por qué no usar un único tipo de material y hacer que los efectos especiales los otorguen piezas intercambiables? Si la defensa como método de supervivencia engendra pasividad y rompe el ritmo del combate, ¿por qué no integrar la supervivencia en el ataque? Podríamos formular este tipo de preguntas y encontrar respuestas como estas una y otra vez, pues muchos rasgos de todos los títulos previos poseen en Bloodborne un reflejo más eficaz y afilado. Quizás el mayor exponente de este pulido es el modo en que las formas narrativas y temáticas de este trabajo alteran radicalmente el lenguaje del combate, una de las vías de expresión fundamentales de la saga Souls, y cómo enseñaba a hablarlo a las jugadoras.

Demon’s y Dark Souls otorgaban un lugar preeminente al escudo en combate. Nunca había una recomendación explícita sobre su uso ni es en modo alguno obligatorio, pero el modo en que las jugadoras eran introducidas al combate en ambos juegos desde su tutorial podía inducirlas a combatir de un modo pasivo y reactivo, con la guardia levantada como método fundamental de supervivencia; es lo que Hbomberguy denominaba play conditioning o “condicionamiento de juego”. La utilidad de los escudos es manifiesta, pues muchos minimizan e incluso niegan ciertos tipos de daño, otorgan estabilidad para absorber ataques y atacar después al enemigo y casi todos permiten realizar un movimiento muy especial: el parry, un desvío preciso de un ataque enemigo que permite exponerlo a un ataque crítico. Sin embargo, solo unos pocos enemigos (humanoides, de tamaño medio, con armas de melé) son susceptibles al parry, cuya ejecución exige exponerse a un ataque y desviarlo con un timing preciso para evitar sufrir daños. Debido a esto, el parry quedaba relegado a un segundo plano, no de modo deliberado, sino por la relativa seguridad de otras estrategias como el backstab o el simple bloqueo, que ponían a la jugadora en una posición más pasiva pero menos vulnerable en los peligros de los inicios del juego. Naturalmente, lo aprendido en esos primeros enfrentamientos marcaría los encuentros venideros.

En Dark Souls II seguía habiendo escudos, pero ese condicionamiento de juego defensivo se diluía, invitando de un modo sutil a jugar de un modo más activo y expuesto. Ninguna clase inicial contaba con un escudo en su equipo (salvo el Guerrero, cuya arma era una triste espada rota) y ninguno de los que podían comprarse o encontrarse en los primeros niveles absorbía completamente el daño físico, así que bloquear significaba perder salud igualmente. Además, rodear a un enemigo con el escudo en alto para apuñalarlo por la espalda ya no funcionaba, pues muchos contrincantes contrarrestaban ese acercamiento con giros rápidos y esquivas. De este modo, ignorar del todo el escudo para empuñar el arma a dos manos o experimentar con el nuevo sistema de dual-wielding y arriesgarse al parry se perfilaban de forma natural como opciones igualmente válidas, con sus ventajas y flaquezas, que tal vez resultasen más óptimas que limitarse a bloquear. Más adelante aparecerían escudos de mejor calidad que permitieran ese estilo de juego defensivo, pero esas otras posibilidades habían sido presentadas a la jugadora de forma orgánica.

Si bien no siempre fueron ejecutados con éxito, estos pasos que el combate de Dark Souls II dio respecto a sus predecesores tuvieron más influencia en Bloodborne de la que pueda parecer, pero, en lugar de heredar estas ideas y adaptarlas, el juego las radicalizó. Podríamos volver a realizar otra pregunta al estilo de las anteriores para así entender cómo llegó FromSoftware a una conclusión tan lógica como impensable hasta entonces: si uno de los conceptos centrales del proyecto era “la lucha por la propia vida”, ¿qué mejor forma de trasladar esa sensación que eliminar por completo el escudo y poner a las jugadoras frente al terror a pecho descubierto?

Un terror combativo

Bloodborne es un juego que empuja a la violencia, donde aprendemos enseguida que todo es feroz, caótico e impredecible: las turbas de yharnamitas bestializados con sus toscas herramientas de labranza, las bestias hambrientas que encadenan zarpazos sin descanso y los inmensos monstruos de pesadilla nada tienen que ver con los agotados Huecos con armas desgastadas o los veteranos guerreros de limpia técnica. Las pesadas armaduras y gruesos escudos han quedado obsoletos; en esta era industrial imaginada hay muchas formas de morir y matar, tan impredecibles que desmontan cualquier estrategia en cuestión de segundos. Por eso, donde antes había corazas, ahora vestimos prendas ligeras que favorecen el movimiento ágil y convierten la esquiva en un elegante dash; por eso nuestras armas, más funcionales que elegantes, retuercen los duelos meditativos en reyertas de chirridos y desgarros, donde controlar el espacio es la mitad de la victoria; por eso, en la mano del escudo, el juego nos pone en la mano una pistola.

Aunque es posible convertirlas en serias herramientas ofensivas, la función de las innovadoras Armas de Fuego es principalmente táctica, ya que pueden interrumpir ataques enemigos, atacar a distancia y, ante todo, realizar el parry. La capacidad defensiva del escudo ya no existe, pero su facultad para convertir ataques enemigos en oportunidades de victoria permanece, y de un modo tan frenético y violento como el horror que nos acecha. De repente, la forma de enfrentarse a la muerte adquiere una perspectiva distinta. Que no haya escudos, como decía Hbomberguy, significa que nadie está a salvo: si queremos sobrevivir, debemos luchar, y Bloodborne graba a fuego esta lección en nuestras mentes con una de las más inteligentes mecánicas que se han imaginado jamás en la saga.

Limitarse a poner a la jugadora en una posición de vulnerabilidad constante, sin poder protegerse para aguantar el envite de los monstruos que la acechan, y hacer a sus enemigos aún más peligrosos que antes es la clase de idea que tendrían muchos herederos de FromSoftware, que entienden la dificultad bruta como el rasgo central del souls-like. Por el contrario, Bloodborne siembra un miedo en el mismo suelo donde yace el modo de enfrentarse a él, y si nos desprotege frente al horror es para invitarnos a empujar el frente. La brillante mecánica en la que este sentimiento se traduce se llama Recuperación: cada vez que recibimos daño, la salud perdida en el último ataque permanece en suspenso antes de desaparecer del todo y, durante unos segundos, podemos regenerarla infligiendo el mismo daño que hemos sufrido. De esta manera, la pulsión omnipresente de la sangre, ese ansia vitalista de seguir peleando hasta que salga el sol y termine esta pesadilla, se traslada íntegra de lo narrativo a lo jugable.

Transmitir el legado de la caza

Por supuesto, no tendríamos posibilidad de pelear y sobrevivir en Yharnam sin un nuevo arsenal de armas, y las de Bloodborne sin duda están entre las más inolvidables de la saga. Las Armas con Truco, ingeniosas herencias de viejos cazadores con las que sus sucesores puedan sobrevivir a la peor de las noches, están tan ligadas a la cacería que basta examinar cualquiera de ellas para comprobar que no están hechas para épicos duelos entre caballeros, sino para despachar alimañas enfermizas en callejones sombríos. Además de ser sinónimos de los temas centrales del juego, son otra señal inequívoca de esa filosofía sustractiva que impregna cada aspecto del diseño: frente a las 78 armas de Demon’s, las 153 de Dark Souls y las apabullantes 258 de DS2, el arsenal de Bloodborne palidece en número frente a sus antecesores con apenas 26 Armas con Truco y 16 Armas de Fuego, que incluyen otras herramientas como antorchas o lanzallamas.

No obstante, aquí no encontraremos decenas de espadas rectas ni toscos garrotes con los que salir al paso hasta ser desechados en favor de armas más óptimas. Todas y cada una de las armas de Bloodborne son diferentes pero siempre útiles (de hecho, cualquiera de las armas iniciales es más que capaz de llevarnos hasta el final del juego), sus diseños son inconfundibles y poseen propiedades únicas; en plena cacería es preciso tener tantos ases en la manga como sea posible, por lo que las armas de los Cazadores cuentan con un modo transformado que permite cambiar en un instante el rango de nuestros ataques, la velocidad o incluso el tipo de daño, permitiendo adaptar nuestro estilo de juego en cada situación. Escasas en número, el abanico de armas de Bloodborne triunfa por su mantra compartido de variedad y diferencia: todo sirve para algo, pero nada sirve para todo.

Las primeras Armas con Truco entre las que cualquier clase puede elegir en el tutorial son un ejemplo perfecto: la Cuchilla Dentada es rápida y la campeona en términos de daño por segundo, pero su rango con la hoja cerrada es escaso y solo lo extiende el modo transformado, más lento y limitado; el Bastón Enroscado es aún más veloz, permite ataques de estocada y se extiende en una cadena cortante ideal para lidiar con grupos, pero causa el menor daño de las tres; y el Hacha de Cazador golpea más fuerte que las otras dos, permite recuperar más salud y se transforma en una alabarda de enorme rango y moveset versátil, pero es lenta, su modo transformado obliga a usar ambas manos (lo que impide disparar) y es la única de las tres que no inflige daño serrado, la debilidad de las bestias. Algo parecido ocurre con las dos primeras Armas de Fuego: la Pistola de Cazador es rápida y con largo alcance, pero exige precisión para el parry, mientras que la amplia dispersión del Trabuco, aunque más lento y de rango más corto, hace más fácil frenar en seco a los adversarios incluso a quemarropa.

Las armas transformables, los disparos repentinos, los salvajes ataques viscerales, la celeridad del movimiento, la recuperación de salud… Todos estos elementos se articulan para hacer evolucionar el combate de la saga Souls, cuyo núcleo duro persiste al tiempo que resulta casi irreconocible, hacia un modelo más reactivo. Y es que estos cambios no solo afectan a lo estrictamente mecánico o estratégico de los enfrentamientos, sino a la kinestética, que canaliza las sensaciones de la jugadora y las sincroniza con esa firme trenza de jugabilidad, narración y temas, transmitiendo sus significados de vuelta al otro lado del mando.

El bucle gira a más velocidad cuanto más inesperado es el encuentro: llueven golpes y realizas esquivas por instinto, o quizá pánico, que enlazan a la perfección con un ataque rápido; acortas distancias, el tajo impacta y recuperas salud, decides tomar la iniciativa con una segunda réplica y una tercera; de refilón, ves un nuevo ataque dirigiéndose hacia a ti en pleno combo y pulsas L1, por la vieja inercia muscular de alzar tu escudo a la desesperada, pero en lugar de eso tu arma se transforma y atacas al rival con impacto brutal sin siquiera pretenderlo. Se hace el silencio y, con la ropa empapada de sangre, las piezas comienzan a encajar; entiendes que no tiene sentido luchar como antes y que, de hecho, cuando regreses a aquellos combates de espada y brujería, te llevarás esta furia contigo al pasado. Llega la revelación: haciendo del miedo un empuje en vez de una parálisis, encontrando la elegancia entre tanta cólera, es posible fluir en el mar embravecido de la caza.

Pese a la eficacia y potencia de este sistema de combate, existe el argumento de que la revisión de la jugabilidad de los Souls por parte de Bloodborne limita las posibilidades de creación de builds y, por tanto, de expresión de las jugadoras. En buena medida, esto es cierto, pero con un matiz importante; considerando el concienzudo minimalismo del que From hizo gala en este desarrollo, cabe pensar que el diseño de Bloodborne, más que limitado, es estricto. Por ejemplo, es cierto que, aunque puedan transformarse, las armas siguen siendo muy limitadas en número y solo pueden equiparse en las manos habilitadas para su uso, pero eso hace más importante conocer el moveset único de cada arma para comprobar si es apta para nuestro estilo de juego o nos ofrece otras formas de encarar los enfrentamientos; cuando no se cumplen los requisitos para usar un arma, ni siquiera se nos permite equiparla, como si el juego quisiera que no perdiéramos el tiempo con algo que no sabemos manejar teniendo un arma funcional ya entre las manos; de modo similar, la relativa escasez de materiales de mejora tampoco invita a diversificar nuestro arsenal, sino a concentrar nuestros recursos en unas pocas armas que nos son de confianza. La aritmética llana no se equivoca al afirmar que Bloodborne ofrece menos posibilidades, pero a cambio son más eficientes.

Después de habernos familiarizado con los ritos de la caza, todos los caminos nos llevarán al final de la noche. Qué nos encuentre al paso es lo que hará diferente cada una de nuestras vigilias… y a nosotras mismas. Por mucho que resistamos a nuestra bestia interior, por más que esquivemos el frenesí del saber desmedido, es imposible que la sangre no nos cambie. Llevamos mucho tiempo sobreviviendo en el laberinto. ¿Qué aspecto tendríamos ahora si mirásemos nuestro reflejo en el lago donde reluce la luna?

Una cacería interminable

Siete años después de su lanzamiento, cuesta hablar de Bloodborne como algo que no sea un clásico. Dark Souls sigue irguiéndose sólido e icónico como una pirámide egipcia, pero el tercer videojuego dirigido por Hidetaka Miyazaki se parece más a una serie de antiguas y tortuosas catacumbas, que nunca han dejado de explorarse y revelar secretos a quienes se han atrevido a indagar en la oscuridad. Quizá ese inquisitivo “espíritu de Byrgenwerth” fuese lo que convirtió un juego obtuso y extraño en el abanderado de la séptima generación de consolas y un clásico instantáneo más allá de la comunidad Souls. Prueba de ello son los ingentes ríos de tinta que han corrido sobre esta obra, tal vez más que sobre el propio Dark Souls, y que ahondaron aún más en esa idea de escritura colaborativa que Hidetaka Miyazaki siempre ha valorado que se haga de sus obras.

No se trata de una mera cuestión de volumen: el seminal ensayo de Redgrave The Paleblood Hunt, el atento enfoque en los rasgos de la cultura japonesa perdidos en la traducción de Sophie en Bloodborne Up Close, las cuarenta horas de Bloodborne: Let’s Talk Lore donde Aegon of Astora estudiaba la obra desde una perspectiva sociológica o los secretos revelados a través del datamining gracias a Lance McDonald, ZullieTheWitch o Sanadsk no tendrían el valor que tienen de no ser por la red que todas estas personas y muchas más han ido creando a lo largo de los años para compartir, revisar, debatir y unificar todo este conocimiento. Precisamente por parecer inaccesible, Bloodborne es inagotable; pasarán los años y la curiosidad continuará revelando galerías ocultas en las catacumbas, seguirán revelándose secretos, surgirán nuevas teorías e interpretaciones y la cacería se reanudará una vez más, siempre la misma pero siempre distinta gracias a los ojos que la miran.

Del mismo modo que explicaba Wunenburger en su estudio de la reproducción de los mitos, Bloodborne favorece la perpetuación de su historia por medio de la reescritura colectiva, que lo somete a una transformación constante según las circunstancias de quienes la narran en cada momento. Este hecho, sumado a sus temas eminentemente políticos (en líneas generales, el juego trata sobre una élite ilustrada que se sirve de la religión para justificar prácticas biomédicas monstruosas y mantener el statu quo), seguramente explique por qué, además de ser el juego favorito de cuantos Miyazaki ha hecho en su carrera, seguramente Bloodborne sea también el más personal de todos.

Creo que mis estudios en Ciencias Sociales influyeron en mi trabajo, especialmente en la creación de redes y la comunicación. También creo que tuvo un impacto en mi visión del mundo […]. El propio Bloodborne refleja mucho de lo que aprendí como estudiante.

Quizá parezca pretencioso, pero cuando pienso en sistemas de red en videojuegos, los veo desde una perspectiva sociológica. Esto también se aplica a lo que hago con mis creaciones. En la universidad, estudiaba Sociología y Psicología. Reviso constantemente los temas que aprendí allí y el fruto es lo que estás experimentando ahora.

Volver a plantarnos en silencio frente al altar de la Gran Catedral. Arrojarnos al Lago Lunar con un salto de fe. Admirar la extraña luz de la Frontera de la Pesadilla. Estremecernos al regresar a la Clínica de Iosefka. Desear darle un abrazo al solícito habitante de la Capilla Oedon. Engañar a la cabeza de Ludwig tras una cruenta batalla para que abandone este mundo con sus ideales intactos. Contemplar el egregio cadáver de Kos en la orilla después de dar descanso eterno a su furibundo Huérfano. Atravesar las flores del jardín del Sueño antes de desafiar a Gehrman con el arma desenvainada. Respirar hondo tras cazar una gran bestia con la ropa empapada de sangre. Recuerdos que experimentaremos una y otra vez y, aunque ya no signifiquen lo mismo que la primera vez, nunca se desvanecerán del todo.

Al final, eso es todo de lo que puedo hablar: de recuerdos fragmentados como esquirlas de cristal que reflejan la luz, pero nunca conformaron un único espejo. Puede que Bloodborne sea precisamente así y por eso mi relato está lleno de desórdenes, grietas y vacíos. No quiero pedir perdón, porque este es el camino por el que la luna llena me guió y me ha traido hasta aquí para contar mi historia. Confío en que estos reflejos difusos os sirvan para mirar este mundo como yo lo hago, aunque tengo la corazonada de que, si estáis aquí, ya veis lo mismo que yo. Amamos a Yharnam porque, irremediablemente, tuvimos que encontrar belleza en el horror para poder sobrevivir. Por eso ahora, aunque abandonemos la ciudad, la ciudad nunca nos abandonará. Jamás.

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Mateo Trapiello

Semiótica material, cabreo dialéctico. Vengo a hablar de cultura y a ponerme político. “Pienso en aquello que nunca supe y hablo de aquello que creo que sé.”